Para Carlos Carnicer,
siempre en nuestra memoria
Texto: Fernando José Zamora Martínez. Abogado.

Resultaría imposible tratar de resumir lo que ha representado Carlos Carnicer para la Abogacía Española, lo que implica su pérdida, o tratar de abarcar en unas líneas toda su personalidad. Si Bertolt Brecht hubiera tenido oportunidad de conocerlo, tendría claro donde lo podría “clasificar”, pues, sin duda, Carlos era de esas personas que luchan toda la vida; y eso los hace imprescindibles. Su convicción y su pasión en la defensa de la Abogacía y de los derechos de las más desvalidos, de los más vulnerables, era absoluta, sin matices. Sus reivindicaciones eran permanentes y continuadas, pero no sólo pensando en la Abogacía, como podía parecer, sino en los ciudadanos, con esa más que conocida y permanente obsesión suya por conseguir hacer efectiva la aplicación del artículo 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La descripción de todos los avances logrados, tanto para la Abogacía como para la garantía efectiva de la defensa de los ciudadanos, con su intervención o participación di-recta y personal, completarían ya estas líneas. Pero el detalle y la enumeración de todos esos logros profesionales e institucionales será objeto, sin duda, de los oportunos reconocimientos, como no puede ser de otro modo, porque Carlos se los merece todos. Por eso, creo que también hay que hablar de Carlos Carnicer como persona, un chico de barrio zaragozano, sin ningún precursor familiar en el ejercicio de la Abogacía, pero con una convicción absoluta de que ésa era su vocación y su pasión.

La concepción que Carlos tenía de la Abogacía se traducía en la mayor dedicación posible a cada asunto, en no escatimar esfuerzos en el estudio de los temas, con independencia de la trascendencia económica que los mismos pudieran tener, y, sobre todo, en tratar de aportar confianza y tranquilidad a quienes venían a exponerle sus problemas, en muchas ocasiones en situación de angustia o ansiedad, que él trataba de calmar (pero que, en ocasiones, como tantas veces nos ocurre en esta profesión, acababa compartiendo).

Cuando hablamos de alguien luchador, reivindicativo, tan apasionado por la defensa de sus convicciones, pensamos que eso puede implicar quizás una actitud beligerante, o incluso de confrontación en los planteamientos. Pero, tal como saben todos los que lo han conocido personalmente, y tal como habíamos tenido oportunidad de comentar con su sucesora al frente del Consejo General de Abogacía, Victoria Ortega, hay un elemento absolutamente diferencial y que hace difícilmente “repetible” a Carlos Carnicer: Carlos no sólo era una buena persona, sino que lo era en esencia, por naturaleza, no sólo en actitud, sino intrínsecamente, e irradiaba bondad, y eso lo hacía una persona buena.

Creo que ésa una de las mejores cualidades de las muchas que tenía Carlos Carnicer, y con la que debemos quedarnos. Ése es el recuerdo que debemos mantener vivo y perpetuar entre todos los que hemos tenido el privilegio de conocerle. En mi caso, hace ya 50 años, en casa de mis padres, después de una larga jornada de caza de domingo (afición que él compartía con mi padre, aunque a Carlos lo que de verdad le gustaba era la naturaleza, el monte), cuando yo todavía estaba iniciando mis estudios de Derecho. Desde entonces, Carlos empezó a esparcir “miguitas” que yo fui recogiendo. Me “convenció” para que le sucediera en la Junta Directiva del Tiro de Pichón “Club de Campo La Almozara”. Junto con la Agrupación de Abogados Jóvenes, también me “convenció” para que, con otros tres compañeros, intentásemos acceder a la Junta de Gobierno para sustituir a los cuatro que habían dimitido por una más que justa reivindicación, insuficiente-mente defendida en aquel momento por el Colegio de Abogados, y que Carlos (y los otros tres) consideraron motivo suficiente para cesar en sus funciones y pedir ser relevados en tales cargos. Y también me “sedujo” para que formase parte de la candidatura con la que se presentó a las elecciones de Decano del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza (“su” Colegio), y resultó electo por vez primera en Enero de 1990, en una Junta en la que tuve el privilegio de compartir unos intensos y apasionantes cinco años de actividad con unos excelentes compañeros.

Después hemos sido compañeros y socios de despacho durante más de 27 años, y he tenido la fortuna de poder seguir compartiendo con él pequeños momentos de felicidad y alegría durante estos tres últimos. Creo que, por encima del triste final, deberíamos quedarnos con la lucidez y brillantez de la que Carlos hizo gala durante todo el tiempo en el que estuvo en activo y se dedicó con prioridad a la tarea que más le gratificaba: la defensa de los derechos de los ciudadanos, en particular de los más débiles, de los más necesitados, de aquellos para los que, muchas veces, “sus” derechos humanos no encontraban la respuesta y el acogimiento deseable en todos los organismos e instituciones.

Para Mariángeles, su mujer, y para sus hijos, Marian, Clara y Carlos, ha sido un periodo especialmente difícil, complicado; pero ellos van a hacer el esfuerzo de recordar al Car-los Carnicer al que todos quisimos: afable, hiperactivo, trabajador incansable y familiar. Vaya para ellos el mayor mérito de habernos permitido disfrutar tanto tiempo de la lucidez y el afecto de Carlos, robándoselo a ellos en grandes cuotas.

La enumeración de los méritos de Carlos, de los reconocimientos que ha ido recogiendo a lo largo de su vida, de los múltiples logros alcanzados en pro de la Abogacía y de los ciudadanos requerirían páginas enteras, pues no resulta posible comprimirlos y sintetizarlos. Seguro que habrá tiempo para que desde las instituciones se intente perpetuar la memoria de Carlos, sobre todo, que se ponga en valor su bonhomía, y que, como decía su hija Marian en las palabras finales de despedida en la misa-funeral, que recordemos que, si Carlos estuviera aquí, por una vez no pondría por delante el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sino que esgrimiría la mayor arma que tienen precisamente los seres humanos: el amor.

Que nunca lo olvidemos. Para todos aquellos que – seguro que serán muchos -, como yo, todavía querríamos seguir teniendo la oportunidad de contarnos anécdotas y compartir momentos, vaya como despedida, para alguien insustituible, sólo el final de esa hermosa “oración laica” que dedicó Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé (“con quien tanto quería”):

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar muchas cosas,
compañero del alma, compañero”.

Descansa en paz, Carlos. El médico que ayudó a mi madre a traerme al mundo en Alquézar (Huesca), cuando le informaban del fallecimiento de una persona decía (en lugar del pésame): AÑOS DE VIDA. Gracias, Carlos, por los años de vida compartidos con todos nosotros.