Carlos Carnicer. Genio y figura
Texto: Pedro Galán Carrillo. Abogado.

En este número de la revista hay voces mucho más autorizadas que la mía para glosar la figura de Carlos Carnicer. Yo simplemente quiero rescatar dos documentos. Uno, del archivo de Montemuzo: una imagen de una fiesta de Carnavales organizada por el colegio en el hotel “Don Yo” allá por 1991 (Carlos se veía con más tipo de picador que de torero, un amigo le prestó el traje y de esta guisa quedó para la posteridad). Otro, el texto de una ponencia con “seis anécdotas de abogados seis” que presentó en la asociación “La Cadiera” en diciembre de 2007. Según nos cuenta fue una oferta que le hizo el también recordado Antonio Teixeira y que no pudo rechazar. Nos hablan no de abogacía institucional, honores y solemnidades sino de abogados y jueces zaragozanos, de tiempos que poco a poco se alejan, de humor y gusto por la vida. Permiten que quienes ya no están aquí pongan una sonrisa en nuestras caras.

Cosas de abogados

Por Carlos Carnicer Díez

Ponencia pronunciada en La Cadiera el 17 de diciembre de 2007

Cazado por un abogado. Así podría iniciarse la crónica de ésta mi primera comunicación en La Cadiera.

Hace apenas dos semanas, mi buen amigo y excelente abogado Antonio Teixeira, cual Presidente de Sala a la caza de letrado sustituto para no suspender un Juicio oral, me localizó en Madrid y me emplazó para sustituir de urgencia a otro cadierista, al parecer en peor situación que la mía.

Cuando intenté argumentar con fundamento en mi apretada agenda y en mis mejores deseos de aportar con el debido sosiego a La Cadiera historias o pensamientos con algún interés, Antonio descalabró totalmente mi defensa con un tajante: ¡Bah!, ¡pero si tú improvisas muy bien! No supe, no sé, si fue halago o crítica, solución o problema, acierto o yerro. Desconcertado, apenas supe decir lo de: “… bueno, pues… lo que no me comprometo es a llevar algo escrito”. Impertérrito, Antonio sólo se despidió cortésmente: “Bueno, bueno, muchas gracias por solucionar el problema”.

Lo de solucionar o, mejor, hacerse cargo de problemas, es cosa de abogados y lo de tener problemas, para los abogados, es cosa de clientes. Los clientes acuden al abogado y, en lo posible, le transfieren su problema. Así que, muy honrado por la encomienda de mi buen amigo, y ahora distinguido cliente Antonio Teixeira, intentaré atender y no causar daño ni a esta noble asociación que es La Cadiera, ni al prestigio del señor Secretario, ni a mí mismo.

Y con la indulgencia de vuestras señorías, a falta del tiempo necesario para construir algo mejor, acudo a mi memoria para relataros vivencias profesionales, carentes de interés forense, mucho menos científico, económico o artístico, pero espero que un poco divertidas. En fin, son cosas de abogados.

Una, de elecciones

Apenas incorporado, de derecho, al Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza, en el año 1973 se produjo la vacante del Diputado Primero o Vicedecano de la Junta de Gobierno. Para cubrir el cargo se convocaron elecciones a las que concurrió, entre otros, el prestigioso penalista don Vicente Alquézar, nacido en la Andorra de Teruel y compañero muy querido y admirado por mí, no sólo por su extraordinaria competencia profesional, sino también por su calidad humana. A mi juicio, era el mejor penalista de Aragón en los inicios de los años setenta y destilaba paciencia y generosidad para con un joven al que no le unía más relación que la convivencia en los espacios judiciales, y la de ser ambos fumadores empedernidos.

El día señalado para la elección, me dispuse de buena mañana a ejercer mi derecho a voto. A cierta distancia, avisté la pequeña figura de Vicente escoltada por dos gigantes de piedra que flanqueaban la puerta de la entonces Audiencia Territorial, hoy Tribunal Superior de Justicia de Aragón. Estaba solo y se movía lentamente, sin que pudiera considerarse un paseo el lento balanceo que le trasladaba de gigante a gigante. Me pareció que estaba nervioso y que quería soltar los nervios con los lentísimos movimientos de sus piernas. Luego comprobé que no sólo no estaba nervioso, sino envidiablemente relajado.

Abrigado de tan torpes como buenas intenciones, me acerqué a Vicente ofreciéndole un “ducados”, que aceptó de inmediato. Seguramente para halagarle, pero también porque así lo creía, le manifesté mi convicción de que ganaría la elección, habida cuenta de su prestigio y de la consideración que le profesábamos no sólo los de su edad, sino también los más jóvenes. Con juvenil entusiasmo le dije: “Te habrán comprometido muchos votos”. No le dio tiempo a contestar. En ese preciso momento un compañero (cuyo nombre, obviamente omito) de aproximada edad a la de Vicente, que franqueaba ya el umbral de la puerta de los gigantes, sacó del bolsillo del abrigo un sobre electoral y elevándolo a la altura de la vista le dijo: “Vicentico, vengo a votarte”.

Vicente Alquézar, girando sólo la cabeza y con una leve sonrisa le espetó: “Te doy mil duros si nos enseñas la papeleta”. El sorprendido compañero, colorado y acalorado, apenas pudo balbucear: “¡Qué cosas tiene este Vicente!”. Y salió disparado hacia las escaleras que conducían a la sede colegial.

Con una franca sonrisa, Vicente me comentó que eran amigos, habían cursado la carrera en la misma Facultad y promoción, las respectivas esposas eran también íntimas y, evidentemente, a pesar de la promesa, no le iba a votar.

Desde entonces he tenido muy presente que en elecciones resulta inconveniente atender promesas y cálculos. La única verdad la dicen en su momento las urnas.

Dos, de honorarios

Don Marceliano Isábal fue Decano del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza desde 1913 a 1931 y una de las personalidades que más contribuyeron a mantener vivo el Derecho aragonés.

Don Marcelino nació en Zaragoza el 18 de junio de 1845 en las llamadas Casas del Canal, en Torrero, separadas entonces del centro de la “ciudad de Zaragoza” por media legua de campos de cultivo y “torres”. La enorme distancia entre las Casas del Canal y la escuela de don Valentín Zabala, en la que con mucho provecho cursó nuestro protagonista, sita en la calle de San Jorge (en el mismo lugar que luego ocuparon los Hermanos Maristas y que hoy ocupa la Diputación General de Aragón), tan larga distancia, digo, no la aliviaba entonces ni el transporte público ni el privado del que carecía la familia Isábal Bada, de suerte que el niño Marceliano Isábal debía recorrer cuatro veces cada día los más de dos kilómetros que separaban su casa de su escuela.

Sus padres, don Nicolás Isábal y Puch, de Barbastro, empleado en las oficinas del Canal Imperial de Aragón y doña Juana Bada, de Benabarre, con extraordinarios esfuerzos, lo pusieron en la carrera de las leyes. Los sacrificios económicos de la familia y los físicos del niño dieron extraordinarios frutos.

Apenas terminada la licenciatura, don Calixto Ariño, impresor y fundador del diario republicano “La Revolución” llama a don Marceliano Isábal para dirigirlo; a los 26 años resulta elegido Diputado a Cortes por el distrito de Borja; en 1873 fue elegido para formar parte de las Cortes constituyentes y al proclamarse la primera República, Castelar lo reclamó cerca de sí como jefe de política en el Ministerio de la Gobernación. Fue Gobernador de Teruel y muy amigo del también abogado y primer Presidente de la primera República, Nicolás Salmerón, a quien se atribuye la siguiente “laudatio”: “Aragón debe enorgullecerse de contar a Isábal entre los suyos. No sólo es un abogado íntegro y notable y un republicano de convicciones desinteresadas, sino también un hombre de conciencia pura”.

Efectivamente, don Marceliano Isábal fue abogado íntegro, notable y de conciencia pura. No se puede ser más.

Se dice que don Marceliano era, ante todo, un abogado de consejo, que resultaba incluso frío y tajante, aunque su atinada opinión con frecuencia evitaba enredados y costosos pleitos. Verdaderamente entonces era importante el consejo jurídico, y hoy resulta el medio para la paz social más valioso del Estado de Derecho. Mediante el contundente y atinado consejo jurídico se facilita a la ciudadanía el ejercicio pacífico de sus derechos, se evitan pleitos innecesarios y se ahorran disgustos a las personas y dineros al erario público. Sin embargo los clientes valoran difícilmente la extraordinaria formación y el buen sentido que son precisos para prestar atinadamente el consejo, lo que se traduce habitualmente en una incomprensible resistencia al pago de la minuta por la realización de la consulta, el informe o dictamen evacuado.

En cierta ocasión, don Marceliano recibió en su despacho a un conocido industrial zaragozano que le expuso muy detalladamente sus problemas. Tras oírle atentamente, el abogado le informó cumplidamente de las ventajas e inconvenientes en cada una de las alternativas, pronunciando finalmente su magistral consejo. Tras oírle, el cliente preguntó: “¿Se debe algo?”. Y don Marceliano, puesto en pie, tirando del cajón de su mesa y señalando su interior contestó: “No, señor, no vale nada. Y ahora dígame qué le debo yo a Vd. por haber tenido el honor de que haya venido a consultarme”.

Ni don Marceliano Isábal ni otra persona dejaron constancia del desenlace, aunque imaginamos que el renuente cliente, por una vez, abonaría presto la ajustada minuta del Letrado.

El segundo episodio sobre honorarios lo protagonizó un queridísimo compañero del que muchos aprendimos mucho y cuya muerte en el año 1989, especialmente a los más jóvenes, nos pareció muy prematura. Era Luis Fernando Oliván, un zufariense muy castizo, abogado de raza que gustaba de aleccionar a quienes acabábamos de incorporarnos al ejercicio profesional, especialmente para animarnos y despejarnos las muchas sombras que el inmediato futuro reservaba a los jóvenes abogados zaragozanos en los inicios de los años 70.

Conocí a Luis Fernando Oliván en un proceso en el que defendíamos partes contrarias. Al finalizar el juicio oral, amabilísimamente, Luis se interesó por mi edad y por el despacho en que me había formado. Tras regalarme entremezclados consejos y halagos vaticinó: “Sigue así compañero y pronto llevarás los asuntos importantes de Huesca y de Teruel”. Sorprendido le repliqué: “¿Y los de Zaragoza?”, a los que Luis Fernando Oliván me contestó: “Ni lo sueñes, los buenos asuntos de Zaragoza los llevan siempre bufetes de Madrid y Barcelona”. Pronto comprobé la sabiduría de Luis Fernando Oliván, no tanto por la importancia de los asuntos que desde Huesca o Teruel llegaron a mi despacho, sino por las muchas ocasiones en las que me tuve que poner en contacto con compañeros de Madrid y Barcelona que eran representantes y defensores de empresas y ciudadanos zaragozanos.

Pero la anécdota que sobre honorarios me trasladó un íntimo de Luis Fernando Oliván se desarrolló en su propio bufete. Un conocido de su infancia se personó en el despacho de Luis para realizar algunas consultas. Al parecer, entonces era habitual que cuando en el pueblo se conocía la circunstancia de que un vecino “bajaba a Zaragoza” (así se decía) para consultar al abogado, algunos allegados y no tan allegados aprovechaban la circunstancia del viaje para realizar, a su través, las convenientes consultas, ahorrándose el viaje y a poder ser el importe de la minuta por la consulta.

El agudo cliente zufariense fue preguntándole a Luis por las posibilidades de solución de un indeseado apoyo en pared medianera, sobre la inundación por la obstrucción intencionada de un riego, sobre una pretendida servidumbre de paso, y por muchas cosas más, anotadas ordenadamente en una libreta en la que se habían dejado espacios en blanco para anotar las correspondientes posibles soluciones y consejos del abogado.

Transcurridas casi dos horas de lo que resultó ser prácticamente un intenso interrogatorio al profesional, nada aliviado por los tediosos aguardos para que el recargado visitante anotase las apreciaciones del abogado, el cliente se puso de pie dispuesto a despedirse con un: “Bueno Luis, ¿quieres algo para Zuera?”, a lo que el Letrado contestó con cara de sorpresa: ¿es que no me vas a pagar? El cliente palpando el pecho como queriendo barruntar una inexistente billetera, contestó: “el caso es,… el caso es que no he cogido perras”. El agudo Luis, esbozando una benevolente sonrisa le dijo: “Pues el caso es que ya me lo hiciste una vez y esta no va a ser la segunda. Te lo he dicho todo al revés, vente otro día con perricas y te lo diré todo bien”.

Tres, de juicios

En los años setenta existían en Zaragoza cinco Juzgados Municipales, luego Juzgados de Distrito. Así se denominaban legalmente los órganos jurisdiccionales que conocían y resolvían los pequeños delitos, técnicamente llamados faltas, y de las demandas civiles de hasta determinadas cuantías o materias muy concretas.

Tras haberlos suprimido, ahora el gobierno de la nación proponía recuperar sus funciones mediante órganos jurisdiccionales de parecidas competencias y bajo el nombre de Juzgados de Proximidad, aunque la desdichada “gresca” permanente entre el gobierno y el partido político que lo sustenta con el principal partido político de la oposición ha hecho imposible su implantación que esperamos se produzca en próximas legislaturas.

Porque lo cierto es que aquellos juzgados, primero municipales y luego de distrito, impartían una Justicia mucho más humana, más próxima al ciudadano y, sobre todo, más rápida.

Tampoco tenía nada que ver la relación cordial que se respiraba en el ala oeste del edificio de los juzgados de la Plaza del Pilar, en donde se superponían los Juzgados Municipales, con las frías y a veces difíciles relaciones con los ocupantes del ala este en la que se encontraban, bien diferenciados, los Juzgados de Primera Instancia e Instrucción.

Genuina expresión de la excelente relación entre los abogados y los funcionarios con los jueces de Distrito a la cabeza era la celebración de la “desveda del juicio de faltas”, que así llamábamos a la comida de fraternidad que todos los años, en el mes de septiembre, se celebraba en el vagón del genial compañero Paco Iranzo, recientemente fallecido.

Como he apuntado más arriba, el trato extraordinariamente humano que los funcionarios judiciales y los abogados dispensábamos a acusados, testigos y víctimas o perjudicados propiciaba situaciones, tal vez por exceso de confianza, divertidas que hacían más llevaderas las largas esperas en la sede judicial a quienes defendíamos todas las mañanas varias causas, casi siempre referidas a accidentes de circulación.

De entre los seis jueces de Distrito con los que trabé verdadera amistad, destacaba por su gran humanidad don Celedonio Ceña, un soriano de nacimiento, casado con una turolense de Oliete que encarnó de forma sobresaliente uno de los personajes más genuinos de Aragón: “El somarda”.

Gustaba don Celedonio no sólo de dirigir el juicio oral, sino también de dirigirse de muy buenas maneras a enjuiciados y testigos para confiarlos en la buena fe de cuantos interveníamos en eso de hacer justicia, aunque de vez en cuando, su exquisita atención fomentara en unos casos y coartara en otros la espontánea expresión de los justiciables.

En cierta ocasión comparecieron ante el Juzgado de distrito número Uno, del que era titular don Celedonio, unos cónyuges. Se trataba de lo que hoy se denominaría violencia de género. La esposa había denunciado a su marido por haberle propinado una tremenda paliza que había tardado en curar catorce días. Después de relatar entre sollozos, aunque con todo lujo de detalles, la cobarde agresión del marido, la víctima fue invitada por don Celedonio a sentarse y permanecer en la sala, sólo si lo deseaba.

Casi sin dejarle terminar, la mujer dijo: “¡Es que hay más, señor juez, mi marido me dijo un anacronismo!

Algo perplejo, don Celedonio exclamó: “¿Qué le dijo qué?”.

— “Un anacronismo, señor juez”, insistió la agredida.

— “Y en qué consistió el anacronismo, señora”, preguntó don Celedonio.

— “No se lo puedo decir porque me da mucha vergüenza”, replicó la anacronizada.

— “Señora”, manifestó amablemente el juez, “si no sabemos en qué consistió el anacronismo no podemos tampoco valorar si el contenido, que puede ser considerado o no un anacronismo, resulta o no punible”.

La denunciante, sacando fuerzas de flaqueza, que sin duda la aquejaba, manifestó con énfasis: “Me dijo puta”.

El juez volvió a preguntar: “¿Qué años tiene usted?”

— “Ochenta y siete”, contestó la denunciante.

Don Celedonio, con repetidos asentimientos de cabeza, dirigiéndose al secretario le ordenó: “Que conste en acta el anacronismo”.

En otra ocasión comparecía ante don Celedonio una señora de mediana edad. Lo hacía en calidad de testigo y perjudicada por una pelea que se había desarrollado en las inmediaciones del mercado central de Zaragoza.

Tal y como acostumbraba, don Celedonio invitó amablemente a la declarante: “Señora, diga, diga Vd. lo que pasó”.

La señora, tras unos silenciosos segundos, como rebobinando su memoria, inició un largo relato en el que dijo, más o menos: “Pues nada, señor juez, que iba yo al mercado central, cuando vi un remolino de gente y me acerqué a ver qué pasaba y vi a estos dos señores pegándose, sangrando como tocinos, y agarrados como perros, no los podían separar, yo no sé quién pegaba a quién, porque…; don Celedonio interrumpió la larga perorata y le preguntó:

“Pero lo cierto es que Vd. recibió un golpe en la refriega, ¿no?”.

La señora miró hacia ambos lados y acercándose menos de un paso hacia el juez le dijo en voz baja: “No fue exactamente en la refriega, fue entre la refriega y el ombligo”.

Don Rogelio Gallego Moré era el titular del Juzgado de Distrito número Tres. Hombre afable y campechano se consideraba innovador más que progresista y en alguna forma lo era.

En su Juzgado no usábamos la toga, aunque todos vestíamos chaqueta y corbata. Como los estadounidenses, vamos.

Actuaba como acusación pública Pedro Pablo Padilla, fiscal de carrera y escritor de éxito cuyos lacónicos informes, casi muecas faciales, eran traducidos certera y jurídicamente por el Secretario, Paco Doñate.

Un señor de la provincia de Huesca había denunciado a una camarera de uno de los bares de una visitada plaza de Zaragoza, por haberle sustraído diez mil pesetas. El denunciante manifestó en el acto del juicio que había “bajado” (sic) a Zaragoza a vender unas reses y que tras haber realizado la venta había entrado en el bar en el que se encontraba la denunciada que le sirvió un café y tras pagarlo se dirigió en su automóvil a su pueblo, en donde se percató que, de lo recibido por la venta de los corderos, faltaban exactamente 10.000 pesetas.

Sólo había estado con la camarera denunciada por lo que sólo ella podía ser la autora de la sustracción.

Don Rogelio, tras deponer a su conveniencia el denunciante, llamó a declarar a la camarera denunciada, acercándose a estrados una llamativa señora rubia platino, de mediana edad, masticando casi con violencia un chicle y estirándose sin demasiado éxito una mini minifalda muy ceñida. Al llegar a la tarima, la que comparecía como denunciada preguntó al juez:

“Oiga, ¿yo puedo decir algo?”

“Claro que sí (contestó cortésmente don Rogelio), ya ha oído la versión del denunciante, diga Vd. lo que quiera”.

Ante tan libérrima invitación, la denunciada con vigor extraordinario pronunció muy aproximadamente el siguiente relato no sé si defensivo u ofensivo.

“Mire, señor juez, lo que dice este señor es mentira. Lo que pasó es que entró en mi bar, me dijo que se quería acostar conmigo y subimos al piso. Me pagó las diez mil pesetas y nos metimos en la cama, pero iba tan “pedo” que no mese (sic) pudo tirar y al final se quedó dormido. Yo hice el servicio y si quiere se lo cuento…”.

Don Rogelio, en ese instante del crudo relato, levantó ambas manos para detener lo que se adivinaba como un diluvio de escabrosas escenas de alcoba, dirigiendo al mismo tiempo la mirada inquisitivamente al fiscal Padilla, quien con gran serenidad informó: “A mi entender, se trata de un negocio jurídico de naturaleza civil, y más concretamente contractual, tal vez un negocio frustrado, pero al fin y al cabo de naturaleza civil”.

Don Rogelio, aún nervioso, aunque muy aliviado por el fino sentido jurídico del Ministerio Público, sentenció: “Es un contrato civil no revisable en la jurisdicción penal, despejen la sala”.

Lo anterior son anécdotas, cosas más que de abogados, de la Justicia que se hacía y se hace posible día a día, no sólo por los jueces, como podría creer cualquier observador ajeno a la administración pública de la justicia que atienda los discursos de los políticos y los medios de comunicación social. Pero la Justicia la hacemos entre todos y es cosa de todos. De los jueces, por supuesto, pero también de los fiscales, de los secretarios, de los restantes funcionarios públicos, de los abogados, procuradores, peritos, testigos y por supuesto de los justiciables que son los que se benefician o padecen de la Justicia.