Carlos Carnicer
El hombre bueno de sonrisa seductora
Texto: Antonio Morán Durán.

Cuando me viene a la mente la imagen de Carlos alcanzo a ver a un hombre bueno con una permanente sonrisa, que atrapa. Ser un hombre bueno es suficiente acreditación para merecer el respeto y aprecio de los demás; y si a ello se añade una sonrisa, ¿qué más se puede pedir? Pero Carlos es mucho más.

Nació el mismo año en que la ONU aprobaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esa coincidencia parecía no solo un designio del destino, sino una inspiración para la brillante y fructífera misión que Carlos iba a tener en el ámbito jurídico y, muy especialmente, en la Abogacía.

Todos los que hemos tenido la fortuna de trabajar con él aun recordamos cómo en muchas de sus intervenciones públicas acababa recitando el artículo primero de la Declaración:

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Pero el valor de Carlos no radica en que solo se lo creyera, sino que dio testimonio práctico de ese impecable enunciado. Parece como si hubiera asumido aquella frase de Unamuno: “Es menester que los hombres tengan ideas, suele decirse. Yo, sin negar esto, diría más bien: es menester que las ideas tengan hombres”.

Recuerdo a este respecto la anécdota que relata su gran amiga y colaboradora, Victoria Ortega -quien sucedió a Carlos en la presidencia del Consejo General de la Abogacía Española- en el libro Retratos de la Gente Buena:

Sucedió esta anécdota, a buen seguro, durante los años en que Carlos presidía el Consejo General y, por ello, acudía asiduamente a la sede madrileña de éste, en Paseo Recoletos; asiduidad que era igualmente cumplida por Victoria por su cargo, entonces, de Secretaria General.

Justo al lado del Consejo se encuentra la Iglesia de San Pascual en cuya puerta y durante un tiempo se apostaba Ángel, un hombre gravemente enfermo que mendigaba. Cuando Ángel veía acercarse a Victoria, siempre le preguntaba “¿Y don Carlos?”

La reiteración de la pregunta de Ángel condujo a Victoria a interesarse por tal insistencia: “¿Quiere que le diga algo?”, le respondió amablemente un día, recibiendo por respuesta: “Es él el quien me dice a mí algo siempre”.

Podemos imaginar que cuando Carlos acudía al Consejo General, quizás a mantener una reunión con alguna persona de reconocido prestigio nacional o internacional, igual interés y amabilidad le dispensaba a éste que a Ángel. Ambos eran seres humanos libres e iguales en dignidad y merecedores de un trato fraternal.

Este respeto, calidez e incluso generosidad, igualmente lo aplicaba Carlos en su tarea profesional e institucional, lo cual no significa -ni mucho menos- muestra de ingenuidad o debilidad. Siempre mostró decisión y lealtad a sus principios e ideas, y llevó adelante sus proyectos, de todo tipo, con decisión; su paso por la Abogacía sí lo demuestra.

Su determinación se evidenciaba en cualquiera de sus actos, incluso en el ámbito personal y privado, dejando a salvo la delegación permanente que hacía en su esposa para la elección de la vestimenta (¡por eso siempre tenía un aspecto tan elegante!). Incluso en cuestiones aparentemente triviales nunca reblaba y era capaz de abordar cualquier problema que se le presentase. Muestra de ello es el suceso, para mí sorprendente, que le ocurrió uno de esos días que salía de caza, llevado por su pasión por la Naturaleza.

Hace unos años, volviendo en el AVE desde Madrid tras finalizar un Pleno del Consejo General, me relató cómo una perra que le acompañaba en la caza, llevada de su celo y tesón en la persecución de una pieza, en una ocasión se introdujo por unos zarzales casi infranqueables. El animal acabó mal parado, presentando incluso una gran herida en su pecho; y había que hacer algo urgente.

Carlos, ni corto ni perezoso, se llevó en brazos al animal hasta el vehículo; y allí -no sé cómo- se las arregló con aguja e hilo, y cosió la herida de su perrica, aguantando ésta de forma estoica el dolor, aunque aliviada por la voz y calidez de su cirujano. Tras el posterior tratamiento veterinario el animal siguió acompañando a Carlos en otras aventuras de caza. Cuando escuché esta peripecia, no salía de mi asombro.

Quizás esta determinación que tuvo Carlos en esos momentos no está al alcance de todos. Podemos recordar aquella frase que decía

“En los pequeños detalles, y cuando está desprevenido, es cuando el hombre pone mejor de manifiesto su carácter”.

Y ésta es una muestra más de su compostura y carácter.

Carlos fue, y es, todo en la Abogacía de Zaragoza y de Aragón, al igual que lo consiguió en la Abogacía Española. Su liderazgo y carisma serán muy difícilmente superables. La relación de cargos que asumió, así como la enumeración de las distinciones por el él recibidas, sería interminable. Pero más allá de los merecidos reconocimientos que obtuvo siempre se alzará en nuestra memoria que fue un hombre bueno de sonrisa seductora. Un buen amigo.