Los vecinos de una ciudad no suelen pasear. Los ciudadanos caminan por las calles con determinación. Los ciudadanos suelen ir a algún sitio concreto con arrojo. Cuanto ciudad más grande, más larga es la zancada, más prisa hay. Cualquiera puede identificar a los turistas, no sólo por su atuendo, sino por la cadencia del paso y el modo de mirar. Los turistas deambulan. Para que un habitante habitual deambule es necesario que algo le haga detener el tiempo. Podríamos convenir que el paseo y la pereza son los terrenos en los que florece la creación y la teoría.
Como he dicho, los ciudadanos que aún pasean suelen ser turistas o melancólicos. Son los únicos que miran las fachadas de los edificios históricos, tal y como les ordena la guía turística de la ciudad que se han descargado en el móvil.
Los ciudadanos solemos pasear cuando estamos en otra ciudad o en el campo. Cuando estamos fuera de nuestro entorno. Cuando paseamos por un bosque nos sorprende la belleza del cielo recortado entre las copas de los árboles. Lo mismo ocurre cuando deambulamos por estrechos barrancos. El cielo en la ciudad no se ve. O se ve raramente.
El cielo quise que fuese el protagonista de la obra que realice para conmemorar el 625 aniversario del Colegio de Abogados. Quise representar la fachada tal cómo la ve un deambularte. El ojo oye, nos dice, nos dijo Paul Claudel en su libro. Hay imágenes que se “escuchan”, que se quedan en nuestra memoria sensitiva. En mi caso esta particularidad ocurre con más frecuencia en cuando miro cuadros. No tengo explicación, ni falta que hace. Supongo que es un asunto relacionado con la persistencia de la antigüedad en nuestro sentir colectivo.