Un abogado en la Antártida
Texto y fotos: José Luis Artero Felipe. Abogado

Hace exactamente seis meses que volví. Medio año y todavía conservo cierta sensación de irrealidad, de incredulidad. Repaso las numerosas fotos que tomé y aún me cuesta trabajo identificarme en (y con) ellas. Como si realmente no fuera yo quien había estado en la Antártida, o se tratase de un sueño, una especie de cuento de Navidad que tuvo lugar entre los días 18 y 31 de diciembre del pasado 2023.

La distancia a casa, unos 16.000 kilómetros, la epopeya del viaje para simplemente llegar y embarcar en un lugar tan recóndito, máxime viajando solo, produce la curiosa impresión de haber navegado literalmente por los arrabales del olvido … y volver.

En efecto, son trece horas y media de vuelo desde Madrid a Santiago de Chile. Tres horas y media más desde la capital a Punta Arenas. Esta preciosa ciudad, de unos 124.000 habitantes, se encuentra al sur de la Patagonia chilena, bañada por el Estrecho de Magallanes (quien lo descubrió en 1520), donde se unen dos Océanos: Pacífico y Atlántico, y que ofrece unas vistas espectaculares. Un punto crucial para el comercio marítimo mundial, de 570 kilómetros de longitud, que evita tener que doblar el peligroso Cabo de Hornos.

Y, desde allí, otras dos horas de avión hasta la base Polar Eduardo Frei (de soberanía chilena) aterrizando en una pista parcialmente helada. En las Shetland del Sur comienza realmente el viaje, a bordo del buque Ocean Nova, un sólido barco construido en Dinamarca de 73 metros de eslora, especialmente diseñado para la navegación polar, que fue mi casa durante 7 días completos de travesía por la Península Antártica. Me sorprendió el hecho que de las 64 personas que integrábamos el pasaje, era el único europeo, de habla hispana, y uno de los más jóvenes.  El 60% eran ciudadanos chinos, algunos otros asiáticos (coreanos, malayos) y el resto norteamericanos, canadienses y un australiano. Por el contrario, la tripulación era en su mayoría chilena, hondureña, filipina y argentina, y el capitán panameño. Durante esta navegación de “cabotaje” tuve acceso libre y directo al puente de mando, donde pude examinar antiguas cartas náuticas y todos los modernos instrumentos que hoy hacen posible surcar esas indómitas aguas.

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Desembarcábamos dos veces al día en lanchas zodiac. A las 9 de la mañana y a las tres de la tarde, visitando distintos enclaves e islas polares (entre ellos el increíble Canal de Lamaire, considerado uno de los lugares más bellos de la Tierra), hasta tocar tierra en el Séptimo Continente. Todo ello nos permitió avistar ballenas (jorobadas, rorcuales), focas (de Wedell, elefantes marinos), pingüinos (barbijos, de Adelia) y todo tipo de aves (petreles, albatros, cormoranes…) y, sobre todo, las temibles Orcas (en puridad, pertenecientes a la familia de los delfines) que nos siguieron durante una noche entera al encontrarnos en su ruta de caza. Así nos lo explicaron en una de las conferencias que también, diariamente, se celebraban en el Salón de Actos del barco (y una vez en la biblioteca), a las 19 h., sobre temas como Historia y conquista polar, magnetismo, glaciología, oceanografía, biología, climatología, seguridad en la nave, etc.

¿Por qué la Antártida?

La Antártida es uno de los lugares más enigmáticos y remotos de la Tierra. El continente más frío, más alto, más ventoso, más seco, más inhóspito e inhabitado. Describe un círculo casi perfecto de unos 4.500 metros de diámetro de 14 millones de metros cuadrados (según la época del año y la extensión del hielo). De hecho, ocupa el cuarto lugar de mayor superficie por detrás de Asía, América y África, con 18.000 kilómetros de costa. El 98% (dos enormes masas terrestres) está cubierto por hielo que, en algunos lugares, alcanza los 2.000 metros de espesor (a diferencia del Ártico en que no existe tierra firme).

El continente Antártico ya fue presentido o intuido por Aristóteles quien, en su libro “Meteorología”, hacía referencia al “antarkticos” que significa literalmente “opuesto al Ártico” pues entendía que la masa de hielo del Polo Norte debería estar “compensada” o “equilibrada” por otra en el Sur. En cualquier caso, el continente antártico fue considerado Terra Australis Incognita durante muchos siglos.

En honor a la verdad y, por qué no decirlo, por orgullo patrio, debemos mencionar que el primero en avistar realmente la Antártida pudo ser el español Gabriel de Castilla, probablemente las llamadas Islas Shetland del Sur (a 94 grados de latitud) hacia 1603. Una de las dos bases polares españolas lleva su nombre. Y, por otra parte, los primeros europeos en pisar suelo antártico fueron los tripulantes del barco español San Telmo que en 1819 había naufragado en la Isla Livingston tras cruzar el Mar de Hoces (comúnmente, y de forma errónea, conocido como Paso de Drake). La otra estación española, Juan Carlos I, se encuentra en la Isla Decepción, un volcán extinto localizado en ese archipiélago que tuve oportunidad de visitar.

Sin embargo, no fue hasta bien entrado el siglo XVIII cuando el marino británico James Cook pudo cruzar el Círculo Polar Antártico. A este primer viaje siguieron otras expediciones (científicas o comerciales, privadas o públicas, financiadas por diversos países debidamente documentadas y cartografiadas) encabezadas por otros pioneros, como Bellingshausen, D`Urville, Ross, Smith, Wedell, Biscoe, Gerlache, Borchgrevink, y, por supuesto por cazadores de focas como Kemp y Balleny, o balleneros como Bull, que esquilmaron los numerosos recursos de este desierto de hielo, llevando a algunas especies al borde de la extinción. De hecho, no revelaban las aguas que habían surcado y ocultaban sus “descubrimientos” precisamente para no atraer a la competencia.

Una vez comenzado el siglo XX, comienza la odisea por la conquista del Polo Sur, asociada a nombres como Shackleton (que estuvo a punto de conseguirlo, viéndose obligado “dar la vuelta” a menos de 200 kilómetros de su objetivo). Pero la auténtica carrera para alcanzar los ansiados 90 grados de latitud sur tuvo lugar entre el británico Scott (a bordo del Terra Nova) y el noruego Amundsen (capitaneando el Fram), quien alcanzó el Polo Sur geográfico el 14 de diciembre de 1911. El 17 de enero de 1912 Scott lograría también su objetivo, pero toda su expedición lo pagó con la vida durante el viaje de regreso.

En cualquier caso, los descubrimientos de todos esos exploradores han influido en la toponimia de varios lugares y enclaves, siendo origen también de reivindicaciones territoriales de numerosos países (Chile, Argentina, Australia, Estados Unidos, Rusia).

Pero no olvidemos que se trata de un lugar prístino para la Paz (nunca ha habido una guerra en su territorio) y para la Ciencia, donde se conserva parte de la historia de nuestro planeta. Una zona inexplorada de “alerta temprana” que advierte de los peligros y riesgos para este mundo azul. De ahí la importancia de respetar el Tratado Antártico. En realidad, tal expresión se refiere al “Sistema del Tratado Antártico” firmado en Washington el 1 de diciembre de 1959, (redactado en inglés, francés, castellano, y ruso), y que en 2023 contaba con 53 países. Fue ratificado por España en 1991.

Su función principal es garantizar que la Antártida se preserve como un lugar para la investigación y la ciencia, siempre con fines pacíficos, limitando severamente las actividades que pueden realizarse en este espacio virgen e impidiendo todo tipo de contaminación o emisión de residuos de cualquier clase que puedan afectar a su frágil ecosistema. Máxime cuando paulatinamente se ha ido abriendo al turismo, muy particular y reducido sí, pero turismo, en definitiva, siendo visitado al año por decenas de miles de personas. Un difícil equilibrio.

Casi todos los países signatarios mantienen diversas estaciones durante los meses del verano austral, siendo muy pocas las bases permanentes (cuatro meses de oscuridad total son difícilmente soportables). Su población, precisamente, dependiendo de la época del año, se estima en torno a los 1.000 – 5.000 habitantes, principalmente científicos, naturalistas, cooperantes y militares, dedicados a la investigación oceanográfica, geológica, astronómica, paleontológica, biológica, zoológica, estudiando el hielo y la información (y los secretos) depositados a casi dos kilómetros de profundidad.

La mayor enseñanza que ofrece la irrepetible visita a un lugar tan singular es que todos los seres humanos habitamos una misma Tierra, para la que no tenemos recambio.

Las fronteras son las cicatrices que los humanos hemos dejado en ella. Dios perdona siempre, el Hombre algunas veces, pero la Naturaleza nunca y, por lo que he visto, no tardando mucho nos va a pedir cuentas de cómo la hemos tratado.

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