La Semana Santa (al menos la de Zaragoza) tiene muchas cosas que la definen. Ya sabemos que está declarada Fiesta de Interés Turístico Internacional. También sabemos del inconfundible sonido de nuestros tambores bombos, timbales y cornetas, y de algunas tallas verdaderamente maravillosas. También de algunos encantadores rincones de la ciudad, que estos días muestran su verdadera vida. Pero hay algo de la que muy poca gente habla, y es que la Semana Santa lleva detrás mucho, mucho, mucho tiempo y trabajo de muchas personas anónimas que dedican horas, y horas, y más horas, a preparar todo, buscando que el día de la Procesión todo salga perfecto.
Por eso, cada vez que veamos al Ecce Homo cruzar el Puente de Piedra, al Silencio salir de San Pablo o detrás de la Seo, la Humildad en la calle Trinidad, el Encuentro, a Jesús Camino del Calvario (mi cofradía) en el Arco de San Ildefonso, la Soledad el Viernes Santo, la Entrada en San Vicente de Paul, la Columna recordando a sus difuntos en la Plaza del Pilar, en un acto tan íntimo aun siendo casi ochocientos cofrades, al Descendimiento (mi colegio) copando toda la calle Alfonso, el Santo Entierro, la salida de la Piedad o la entrega del Cristo del Refugio, o las Siete Palabras en San Gil, maravillémonos de la belleza y (no lo olvidemos) espiritualidad del momento.