50 aniversario de “El Padrino”. La ley de don Corleone
José Luis Artero. Abogado.

Se cumplen 50 años del estreno de “El Padrino”, sin duda una de las mejores películas de la Historia. Basada en la novela de Mario Puzo de 1969, narra el tortuoso devenir de una familia italoamericana durante la segunda mitad del siglo XX, inspirada en una hábil mezcla de clanes reales de mafiosos y gánsters, como los Mortirallo de Sicilia y otros muchos. Además “El Padrino” constituyó el origen de la mejor trilogía que nos ha legado el Séptimo Arte, una auténtica “catedral del cine”.

Su importancia es tan grande que se ha convertido en un verdadero fenómeno sociológico, influyendo en multitud de artistas (no solo cineastas), instalado en la memoria colectiva, que pertenece al imaginario visual y al acervo cultural de varias generaciones. Muchas personas, aunque no hayan visto este largometraje, lo conocen y recuerdan innumerables referencias y frases memorables: “no es nada personal, son solo negocios”, “le haré una oferta que no podrá rechazar” o la frase favorita del Don: “ten cerca a tus amigos, pero mucho más cerca a tus enemigos”.

Como ha escrito Carmen Puyo, “El Padrino” reúne lo mejor que puede encontrarse en una película: “una historia perfectamente desarrollada, dirección soberbia, guion muy bien trabajado, reparto de lujo con actores y actrices en estado de gracia, excepcional banda sonora, fotografía esplendida” con formidables claroscuros en un continuo contraste entre penumbra y claridad, no solo estética sino también moral.

Aunque evidentemente, “El Padrino” no puede incardinarse dentro del denominado “cine judicial o jurídico” no es menos cierto que plantea algunos problemas de gran interés para la Ley y el Derecho, comenzando por los sucesorios.

En la saga familiar de los Corleone (“El Padrino”, Francis Ford Coppola, 1972, 1974 y 1990) existen conspiraciones entre los miembros del clan que nos remiten a Julio César. La locura sanguinaria y los crímenes familiares se inspiran en los excesos de Ricardo III o en Tito Andrónico (Ballo y Pérez) pero también de los Borgia o “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski. Se trata no solo de la sucesión en el poder de una familia mafiosa a lo largo de varias generaciones con ribetes típicamente shakesperianos que bebe de la fuente inagotable de El Rey Lear, sino también se trata de una transmisión estrictamente hereditaria, más presente en la novela de Mario Puzo. En palabras de Quim Casas, “muerte y familia” son los dos grandes ejes de “El Padrino”: Vito Corleone es el “representante de un mundo que se apaga con destellos de fuego y violencia”.

El Don, es un “Rey que reparte su reino” y que “recibía a todos, ricos y pobres” y “ayudaba a todos” como se expresa textualmente en la novela. Se trata, en suma, del ejercicio del poder y del traspaso del mismo.

En la primera parte, el patriarca Vito Corleone se encuentra en el trance de planear su sucesión (empresarial y personal) que, por cierto, tendría fácil solución para el derecho aragonés. Pese a que Michael, (Al Pacino, en una de las mejores interpretaciones masculinas de la historia del celuloide) héroe de guerra y futuro universitario, es su hijo predilecto y en el que ha puesto parte de sus ambiciones “legales”, el elegido es el impulsivo y violento Sonny. El primogénito Fredo queda descartado debido a su talante pusilánime y su condición valetudinaria, al igual que Tom Hagen (hijo adoptivo que pese a todo alcanzará el grado de “consigliere”). La única hija, Connie, queda también apartada de la sucesión (sin embargo, se revelará posteriormente como una despiadada “Lucrecia Borgia” en uno de los personajes más importantes de esta epopeya).

El asesinato de Sonny y la posterior muerte de un ya anciano Vito, propiciará que Michael asuma la jerarquía de Padrino y su herencia, convirtiéndose en un auténtico tirano y un déspota: de hecho, debido precisamente a una traición, ordena la muerte de su hermano Fredo, lo que le atormentará toda su vida. Llegado el momento será el propio Michael, también ya mayor y enfermo (una vez más, un remedo de King Lear), quien transmita el poder a su sobrino Vicent (hijo ilegítimo de “Santino”, un “bastardo”, argumento también muy recurrente en Shakespeare), no así en la fundación familiar para los que la elegida es su hija Mary, debido a que el hijo varón reniega de las actividades de su padre. La trilogía de “El Padrino” cuenta en suma la caída de Michael desde la “Gracia” y su búsqueda de la redención, el perdón y la imposible expiación de sus pecados, de ahí la tragedia. Michael es ya un hombre emocionalmente estéril, condenado a la soledad, un monstruo, un muerto viviente derrotado por el paso del tiempo y el peso del remordimiento y de la culpa.

La película (y en mayor medida la novela) destila un cierto resentimiento o prejuicio contra todo aquello que representa la ley, la Justicia y/o el orden establecido: la policía, los políticos, los jueces y, por qué no decirlo, también los abogados: “un abogado con su cartera de mano podía robar más que un centenar de hombres con metralletas”; “no necesito asesinos, necesito abogados”; “todos somos hombres de honor, por lo que no será necesario firmar documento alguno. Después de todo no somos abogados”. Por ello Don Corleone ha creado un “Estado dentro del Estado”, basado en el crimen, pero también en la influencia y los favores mutuos. Sin embargo, ambos Padrinos (Vito y después Michael) aspiran a integrarse legalmente en un sistema que en el fondo desprecian. El Don quiere ser un “hombre de respeto”, “negándose a ser un muñeco movido por los hilos de los poderosos” (vean la carátula de la película) pero sí aspirando, paradójicamente, a ser uno de ellos (tú podrías llegar a ser el senador o gobernador Corleone, le dice a Michael).

Para Aldarondo, “El Padrino” nos presenta una “justicia en paralelo”, un código de reglas que escapa de la legalidad. Lo interesante es que ese sistema tiene su “propia decencia” traducida en un cuestionable código ético. De este modo, Don Vito (que siempre respalda “su razón” con el asesinato) se nos presenta como puritano en cuestiones sexuales que no permite que Michael y Kay duerman juntos en su casa sin estar casados, o que considera un “signo de depravación” que su hijo Fredo se acueste con dos mujeres a la vez. Del mismo modo, se opone a la entrada de la familia en el lucrativo negocio de los narcóticos que le propone Solozzo, porque lo considera inmoral (para él y para los jueces y los políticos que tiene “en el bolsillo”, el juego y la prostitución son tolerables, pero las drogas son un “asunto feo”).

Vito Corleone aparece, por tanto, como “un juez en las sombras” que gobierna su imperio y decide sobre la vida y la muerte de sus enemigos en una “sinfonía de juicios instantáneos” implacables e inapelables.

De hecho, el Don se considera como una especie de emperador siendo una de sus responsabilidades, “como un senador o un Presidente”, el garantizar el orden en sus vastos dominios: así piensa que la “la paz sería una quimera hasta que el número de “reyes” y “estados” quedara reducido a una cifra manejable”; las diferentes familias protagonizan (y son víctimas) de “una especie de guerra colonial”. Por ello, no sorprende que la convención entre las cinco familias mafiosas que controlan New York (Corleone, Tattaglia con su aliado Barzini, etc.) y los sindicatos del crimen organizado (Cleveland, Detroit, Chicago, Sicilia), se describa con hechuras de un auténtico Tratado internacional, en el que durante la negociación se realizan recíprocas concesiones (los dos hemos perdido a un hijo en nuestra particular guerra).

En síntesis, si el cine puede considerarse como el Séptimo Arte se debe al legado de películas como El Padrino, una absoluta e inigualable Obra Maestra.