Ascensión al pico de Vallibierna

José María Rodríguez.

Fútbol es fútbol

Vujadin Boskov

Como quiera que la ascensión al pico de Vallibierna era actividad alternativa a los Rusel he tenido la suerte de leer la magnífica crónica de Guille sobre aquellos. Lo primero que me ha venido a la cabeza, conforme leía las aventuras y desventuras de sus protagonistas, fue aquella frase de Vujadin Boskov que ha trascrito arriba. Fútbol es fútbol.

Muchos recordarán a Boskov. Yo lo recuerdo perfectamente. Fue entrenador de futbol de origen serbio, que recaló en Zaragoza allá por 1977/78 a entrenar al equipo de la capital. Tuvo mucho éxito y fue llamado por el Real Madrid.

Falleció ya hace tiempo. Fue un entrenador muy respetado y, sobre todo, muy recordado, más que por lo que hizo, por lo que dijo, en su particular serbioespañol, dejando para la posteridad frases inolvidables, como por ejemplo “prefiero perder un partido por nueve goles que perder nueve partidos por un gol”. O la célebre explicación de un penalti: “es penalti si árbitro pita”. Y, sobre todo, “fútbol es fútbol”. Con ello quería explicar lo inexplicable, porque el fútbol es inexplicable. ¿Cómo explicar que hace dos/tres temporadas el Madrid alineara indebidamente a un jugador en la copa del Rey frente al Cádiz y fuera eliminado? ¿Quién fue el melón, dentro del laureado staff madridista, que no se percató? Boskov hubiera comparecido en la rueda de prensa posterior y hubiera explicado eso diciendo “fútbol es fútbol”.

Todo esto viene a cuento por lo que relata Guille. ¿Cómo explicar y entender que te pegues el palizón padre, que duermas al raso, que regreses a las tantas a Zaragoza desde el sábado por la mañana que te habías ido y después de meterte una kilometrada? Muy sencillo. Si Boskov hubiera sido montañero hubiera dicho “montaña es montaña”. Se hubiera quedado tan ancho y todos lo hubiéramos entendido.

También parecido ocurrió en Vallibierna, pico espectacular y exigente. Digo parecido porque no fue lo mismo que los Rusel. Tuvimos en común que salimos de Zaragoza en coche sobre las 9/9:30 de la mañana del sábado para recorrer no sé cuántos kilómetros. Total unas tres horas y media hasta la población de Aneto. De ahí a la presa del embalse y una hora y algo hasta llegar al refugio andando. A partir de aquí, nada que ver.

Los de Vallibierna llegamos escalonadamente, entre las 17:00/18:30 al suntuoso y rutilante refugio de Cap de Llauset, que justamente ese mismo sábado 22 inauguraba por todo lo alto la ampliación de sus instalaciones. Bonito y confortable refugio, al estilo suizo, al decir de los compañeros entendidos, con nuevas y muy cuidadas instalaciones.

Allí nos acomodamos los nueve expedicionarios, ocho en una habitación y el noveno que se quedó descolgado, por sus conocimientos de francés, fue destinado a una habitación ocupada por esos nacionales, junto con los cuales, según dijo, durmió plácidamente.

Nosotros o alguno de nosotros también, creo, aunque algunos dicen que no pegaron ojo. Refugio es refugio, diría Boskov.

A la mañana siguiente, domingo, soleado, caluroso y espléndido, con cierta calma, iniciamos la ascensión. Terreno, duro, áspero y pedregoso. La ascensión transcurrió tranquila, marcando un ritmo apropiado para la generalidad del grupo. Nada que reseñar hasta la cresta cimera. Menuda cresta. No contaba, ni de lejos, con ella. Todo el mundo hablando del paso del caballo (que une el pico Vallibierna con el Culebras) y nadie había dicho nada de la cresta del Vallibierna. Es una cresta larga, extraordinariamente aérea y en algunos puntos ciertamente comprometida. Mentiría si digo que la pasé con solvencia. Menudo miedo. Pero como mi mujer iba delante de mí tuve que hacerme el valiente y hacer como que controlaba bien. Incluso le iba dando consejos, para disimular. No ayudaba pensar que tenía que volver por el mismo camino. Eso sí, las vistas, espectaculares.

Pero lo realmente importante del día era acompañar a tres compañeras a hacer su primer tresmil y seguro que me permitirán dar sus nombres. Luisa, Rebeca y María José. Fue muy celebrado, sus padrinos se emocionaron y corrió el cava. Huelga decir que pasaron la cresta con mucha más elegancia que yo. Enhorabuena a las tres. Prometieron que no sería el primero.

El regreso resultó largo. El calor apretaba y el terreno granítico hacía mella en las rodillas, acumulando cansancio. Llegamos final y felizmente al refugio, donde nos tomamos unas cervezas y dimos cuenta de los frutos secos que nos sobraron.

De ahí otra hora y pico hasta el embalse y a los coches. No teníamos entonces apenas noticias de los de Russell, casi hasta las 18:30. Con la nueva de que se encontraban bien unos partimos para Zaragoza y otros se quedaron en Aneto a esperar a los de Russell. En todo caso nosotros llegábamos casi a las 22:00 horas a Zaragoza, desde las 9:30 del sábado que nos habíamos marchado.

Pues eso. Más de uno pensará (quizá sin desatino) que están locos estos romanos, como decía Obélix, vaya tute. Pero ¿quién explica lo que se siente al alcanzar un tresmil? ¿cómo explicar el respeto que se siente al pasar una cresta donde un descuido o un mal paso te arroja al abismo pero quieres seguir adelante? ¿Quién no se ha emocionado con las vistas que nos regala la montaña a esas alturas?

Yo, desde luego, no puedo explicarlo.

Montaña es montaña.

Un fuerte abrazo

Crónica del club Reicaz en los picos Rusel

G. Blanchard.

Era una calurosa mañana de mediados de septiembre cuando íbamos en el coche Víctor, mi padre y yo camino del pueblo de Aneto, en los limites entre el pirineo aranés y la comarca de la Ribagorza. Mientras recorríamos las numerosas curvas del puerto de montaña, y presa de un continuo mareo, iba repasando mentalmente el plan que teníamos previsto para ese fin de semana: la ascensión a los picos Rusel realizando un vibac a la altura del lago a 2700 metros. Como teníamos previsto, nos reunimos a las 13:00 h en el bar de Aneto con nuestros camaradas de vibac Javier, Alejandro, Juan Carmena y Antonio. A la comida se sumaron José María y las mujeres ya que un segundo grupo tenía previsto la ascensión al pico Vallibierna.

Tras una copiosa comida en la pequeña y solitaria tasca del pueblo aranés, y arropados por los parroquianos del lugar, nos pusimos en camino hacia el final del puerto: la presa de Llauset a 2000 m aproximadamente. Allí comenzamos el ascenso por una estrecha senda y al mismo tiempo que bordeábamos la presa, saludábamos a los números excursionistas que descendían del valle por motivo de la celebración de la nueva reforma del refugio Llauset.

Lastrados por unas pesadas mochilas llenas de ropa de abrigo, comida y demás utensilios, sobrepasamos la asombrosa y nueva construcción del refugio para alcanzar unos ibones a unos 2700 m de altura. Allí encontramos junto al arrollo del desagüe de uno de los grandes lagos, unas repisas herbosas que nos servirían para pasar nuestra noche al raso. Y es que ya va siendo habitual que el club Reicaz organice una vez al año una excursión que incluya noche al intemperie. Esta experiencia sigue levantando intrigas, a veces dudas, de la necesidad o la utilidad de exponerse por una noche a las fuerzas de la naturaleza. Y es que como todo buen montañero sabe, un vibac puede ser muy frío y los minutos se puedes convertir en horas. Y es que nuestro cerebro y como es natural, retiene de las experiencias aquello que más le asusta. Por otro lado, si tratada con respeto y cariño, la naturaleza es capaz de mostrarle al hombre lo sencilla que es la vida en forma de un puñado de escarpadas cimas bañadas por la rojiza luz del atardecer.

Debían rondar las siete de la tarde cuando nuestros sacos reposaban sobre sus esterillas. Entonces nos sentamos en corro y la cena transcurrió entre chistes coloniales, anécdotas acerca de los rusos y recuerdos de otras ascensiones. Pronto se hizo de noche cuando una espléndida y redonda luna llena nos sorprendió, al tiempo que la temperatura empezaba a caer. Nos dijimos buenas noches y nos despedimos hasta la mañana siguiente.

La noche transcurrió sin sobresaltos: hacia las dos se levantó una suave y breve brisa, y algo más tarde la temperatura descendía a valores algo más otoñales pero que no alterarían en exceso nuestro descanso. Así que a eso de las seis el jefe se puso en marcha y con él, el resto del grupo. Desayunamos bajo la luz de los frontales, cogimos agua del arroyo y cuando ya empezaba a clarear comenzamos a andar hacia el Rusel oriental, cuya cima divisábamos enfrente nuestro. La explosión de luz al amanecer no solo nos recordó la belleza del granito pirenaico cuando naranjea, sino que además nos dio ánimos para afrontar la hermosa cresta que estilosa y con forma de herradura subía hasta la arista cimera de los Rusel.

Era en estos momentos cuando nuestros amigos Domingo, Jesús y Yaiza se reunían con nosotros a pie de cresta. Venían de dormir en el refugio. Nos contaron lo bonito que había quedado el nuevo comedor, lo gentilmente que se habían portado los guardas, y la estupenda habitación de cuatro que habían tenido la oportunidad de disfrutar (con baño y ducha incluidos). Yo les pregunté por el desayuno, y si había sido bueno. También les conté que en mi caso, había diluido un poco de leche concentrada con agua de río, le había añadido un sobre de nescafé y para removerlo me había ayudado de la navaja. Eso y un poco de salchichón y pan duro había sido mi desayuno. Lo que no les conté fue lo poco que me había importado no disponer de un microondas para calentar el café. Y es que cuando uno se va a dormir, y a su alrededor la luna, las estrellas, la brisa y la amistad tocan las notas de una partitura musical, poco le puede importar a uno las pequeñeces de la rutina del día a día.

Con todo esto, ascendimos por la cresta alrededor de una hora hasta alcanzar la primera de las cimas por encima de los 3.000 m. Nos hicimos unas bonitas fotos, con los macizos de Aneto y Posets detrás nuestro, y continuamos hasta la segunda cima una media hora más. La roca era firme, el patio moderado y todavía no hacía excesivo calor. La mayor parte de la mañana la empleamos en recorrer el marcado lomo que discurre hasta la brecha Rusel, la cima más occidental del grupo. Tras este hito, tomamos nuestro almuerzo. Era ya medio día, nos quedaba bastante excursión por delante y muy poco agua en las cantimploras.

Celebración de júbilo tras alcanzar una de las cimas.

Así que sin más demora, descendimos la escarpada canal en dirección al valle de Vallibierna, y comenzamos nuestro regreso a lo largo de un canchal de piedras y dirección el collado de Vallibierna. La aguja sur que ahora teníamos delante y que en uno de los momentos nos habíamos planteado escalar, quedaba ahora descartada. Nuestras fuerzas empezaban a flaquear y la roca y la exposición de la chimenea no aceptarían una decisión temeraria.

En este punto, y debido al entresijo de pequeños valles en la zona, perdimos notablemente nuestra orientación. Fuimos a alcanzar una collada y que esperábamos acortase nuestra travesía hacia el collado de Vallibierna. Pero no fue así. “Momento Reicaz” en estado puro: desesperación, discusiones acaloradas, broncas de los más jefes a los menos jefes y diferentes puntos de vista respecto a cual era el camino correcto a seguir. Y es que en este punto el cansancio era ya total y los nervios empezaban a asomar. Ya casi eran las cuatro de la tarde y el hecho de llegar a dormir a Zaragoza empezaba a ser un interrogante en nuestras mentes.

Desandamos la chimenea que ascendía a la collada, y tras una larga y penosa hora de descenso por una empinada ladera herbosa, bajamos hasta los lagos de Vallibierna y aquí retomamos el camino GR11 que con certeza nos llevaría de regreso al refugio. En el lago pudimos zambullir nuestros abrasados pies a punto de ser recauchutados por el calor y la bota. Llenamos nuestras cantimploras y más importante nos rehidratamos con energía para encajar con entereza el hecho de las casi tres horas que todavía nos separaban de los coches.

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Izquierda: paso atlético de bajada en una de las chimeneas. Derecha: Alejandro afrontando los últimos metros de bajada.

Hacia las 19:30 y con las últimas luces del atardecer ya estábamos llegando al parking. Nuestro rostro sudado y las expresiones cabizbajas, hacían de nuestro humilde caminar una muestra de que la excursión había una vez más superado nuestras expectativas de dureza. Nos hallábamos cansados hasta el tuétano. Pero no faltaban las sonrisas, los abrazos y las felicitaciones al finalizar la hazaña. Glorioso día entre gente entrañable.

PD: He escrito la crónica en el balcón de mi casa y a las once de la noche. Un poco abrigado, la suave brisa me ha tele transportado a cotas más altas.