Alfonso Ballestín Miguel.
Bajo el título “Feminismo judicial”, y con la mención de los letrados Antonio Muñoz y Susana Barca como presunta fuente de información, el pasado 25 de junio se publicaba en el Periódico de Aragón un artículo en el que se analizaba lo que el articulista entendía como apertura del Tribunal Supremo a la “perspectiva de género”. Se hacía referencia al caso de un condenado por la Audiencia Provincial de Alicante por asesinato intentado contra su ex pareja, con la agravante de parentesco, allanamiento de morada, tenencia ilícita de armas y quebrantamiento de medida cautelar, condena que fue objeto de recurso de casación y sobre la que recayó la reciente STS 282/2018, de 13 de junio, ponente Magro Servet, que la confirmó, mereciendo esta resolución especial análisis en el presente comentario, no por lo que se decía sobre el caso concreto, sino por haber creado una nueva y sorprendente categoría probatoria, la testifical de la víctima de violencia de género, a la que seguidamente, aunque no es objeto del citado artículo periodístico, se agregaría otra de similar significado, la de los menores víctimas de delitos sexuales, introducida por el propio TS en la sentencia de igual fecha y del mismo ponente (la STS 284/2018). Esta segunda sentencia se refería a un supuesto en el que la Audiencia Provincial de Navarra había condenado al acusado como autor de dos delitos continuados de abusos sexuales, con prevalimiento, cometidos sobre sus dos hijas, de 13 y 14 años de edad. El TS también declaró no haber lugar a la casación, pero aprovechó igualmente para introducir argumentos sobre el reconocimiento del valor probatorio superior que merecen estas víctimas.
En estas dos sentencias se vino a decir por el Alto tribunal que los testigos víctimas de delitos de violencia de género y de abuso sexual de menores han de ser considerados como cualificados por su condición de víctimas, pero es que, además, no lo dijo como ratio decidendi, sino como planteamiento obiter dicta, pues en ambos casos existía suficiente prueba, al margen de las testificales de las propias víctimas, para considerar enervada la presunción de inocencia de los respectivos acusados. En este sentido, lo que realmente llama la atención de ambos pronunciamientos no es el valor específico que se da a estos testimonios en el caso concreto, pues no era necesario para rechazar el recurso de casación, sino ese reconocimiento genérico de un valor probatorio superior que el TS considera que se ha de otorgar a la declaración de estas víctimas, simplemente por el mero hecho de serlo de esa clase (de violencia de género o de delitos sexuales cometidos con menores), lo que, en mi opinión, no casa con un proceso como el nuestro, basado fundamentalmente en la presunción de inocencia. Eso sí, en ambas sentencias se viene a afirmar que estos testigos no gozan de presunción de veracidad (evidentemente, en el ámbito penal en el que nos movemos no se podía decir otra cosa), pero a la vez se dice que son especialmente fiables a priori por haber sufrido hechos delictivos de tal naturaleza, siendo precisamente esa toma de postura, y más viniendo del Tribunal Supremo, lo que más debería inquietarnos, pues desde siempre hemos entendido que el trabajo de los jueces penales no puede partir de testimonios cualificados a priori, sino del método hipotético-deductivo que deben aplicar en la generalidad de los supuestos que se someten a su análisis y valoración. Los jueces debemos comprobar la veracidad de una hipótesis, a partir de la prueba, y deducir sus consecuencias, para lo cual, ciertamente, nada tiene que ver la clase de víctima de que se trate, ni mucho menos el interés superior del menor, al margen del tratamiento que en ambos casos les otorga la Ley 4/2015, del Estatuto de la víctima, como fuentes de prueba y/o como perjudicados por el delito, tanto a los menores como a otras víctimas especialmente vulnerables. La protección de las víctimas de violencia de género o el interés superior del menor agraviado constituyen premisas suficientemente relevantes como para justificar la adopción de medidas tuitivas a su favor, pero ello no puede determinar, per se, que su testimonio, que se encuentra en un plano diferente, sea algo así como infalible. En definitiva, y por concretar, ese ámbito de aplicación del estatuto de la víctima no guarda ninguna relación con el de la valoración de la prueba que se utiliza en nuestro proceso, esto es, con el tratamiento individualizado de los datos probatorios y la subsiguiente evaluación de conjunto que como método de conocimiento utilizamos los jueces para fijar unos determinados hechos, como premisa de la condena o la absolución.
En conclusión, el Tribunal Supremo pretende “ilustrarnos” con lo que algunos han entendido como aplicación de la perspectiva de género o del interés superior del menor, pero para otros (entre los que me incluyo) no es otra cosa que una preocupante deriva respecto de los principios que inspiran el proceso penal pues nos está diciendo que el testimonio de una determinada categoría de víctimas tiene reconocido un valor superior al de otras, creando así un nuevo medio probatorio que, hablando claro, considero alegal.
Por ello, y a modo de conclusión, tengo que decir que aunque el título que encabeza este comentario sólo haga referencia a uno de los dos supuestos que menciono, me he permitido la licencia de copiarlo del artículo periodístico enunciado al inicio, pero colocándole interrogantes para que se me entienda mejor, para que quede claro que no comparto en absoluto la valoración que se hace en el mismo, más bien lo contrario.