Conchi
Quizás todos ellos creían que me iban acompañando. Ya en el atardecer del día anterior, cuando maravillados observaban el sol hundiéndose y sentían sus reflejos de plata y oro, ya en ese momento yo velaba.
La mañana se presentó alegre, festiva como ellos; apartados de uniformidades, libres, multicolores y entusiastas. Dieron la bienvenida a Marta y a Miguel Angel que se unían al grupo y tras la tradicional foto de comienzo iniciaron la ruta rodando sobre esa arena dura y brillante que hacía que su verano azul particular fuera perfecto. Hasta mí llegaban sus voces y sus emociones: los pensamientos de unos sobre sus cosas, quién sabe cuáles y cuán lejos; las dudas de otros sobre el recorrido hacia las lagunas de la Encañizada y de la Tancada; los recuerdos de quienes querrían haber estado con el resto aquel día y no habían podido estar…Alberto, Teresa, Sagrario, Jose Mari…; la avidez por aprehender las sensaciones que estaban viviendo, ese privilegio de amistad y luz que los envolvía y que querían perpetuar; las conversaciones cruzadas sobre qué y sobre cuál… ¡qué más daba!
En aquella ocasión muchos mosquitos estaban dormidos y les dieron un respiro, así que podían echar el pie a tierra cada vez que un canal, un lirio, una mariposa o el vuelo de una bandada de ánades llamaba su atención. Pudieron detenerse tranquilamente a escuchar las explicaciones que unos se regalaban a otros sobre el cultivo del arroz, la preparación del terreno; a preguntarse y averiguar si aquellas extensiones estancadas serían ciénaga o si por el contrario la sabiduría de los agricultores del arroz habían sabido sacar lo mejor de aquella tierra; a descubrir que aquellas tuberías de ida y vuelta mantenían las semillas protegidas de la avidez de los muchos animales que allí convivían y permitían que el interminable ciclo de la vida abriera la semilla, la destilara en delicadas briznas que ya asomaban en algunos campos y después, como si de una udumbura se tratara, alumbrara la espiga mágica del arroz.
El recorrido estaba lleno de paseantes, de grupos en bici; algunas furgonetas compartían con nosotros los caminos rectilíneos para dejar a los jornaleros en sus zonas de trabajo: hombres venidos de más allá de Oriente, con piel oscura, ojos oscuros y futuros sombríos que se empapaban de esta luz mediterránea.
En al menos tres ocasiones subieron a los miradores que estaban estratégicamente situados y así poder ver aún más allá: San Carlos de la Rápita al fondo, la línea infinita del horizonte, los distintos tonos sucesivos de azul separados por barreras de juncos o retamas, los acicalamientos plácidos de la garceta en mitad de los sembrados, la “cazapesca” de la focha que planeaba sobre el canal, observaba su presa y bajaba en picado a por su comida. La mayor parte de las veces salía con el pico vacío, pero cuando lograba su objetivo todos ellos lo celebraban.
Cuando llegaron a la zona de la casa de la fusta, entraron a visitar la gran barraca reconvertida en centro de información turística y a curiosear por los paneles informativos, las maquetas, los aparejos de pesca y los productos que estaban a la venta. Detrás de aquella casa blanca con techo de pajas y caña, vieron el singular edificio de madera verde procedente de Canadá que ahora alberga el centro de interpretación del parque del Delta y que instalaron, en los años 20 del siglo pasado unos señores de Barcelona que la usaban cuando iban a cazar.
Emprendieron el recorrido de vuelta, casi siempre por caminos de tierra, o por carriles bici, rodeando las dos grandes lagunas y cruzando innumerables puentes y puentecitos. Se esperaban, se acompañaban, se despistaban, pero siempre se encontraban.
Y ahora permitidme que os diga quién soy. Soy el AGUA. Hasta ahora me he mantenido en silencio, no sabíais quién era. Ellos venían de Ebro arriba y ahora habían llegado al lugar en que el río se hace mar. Yo he acompañado su recorrido, y he reflejado el sol que les iluminaba por dentro y por fuera. Yo fui en la noche la plata líquida que observaban desde la orilla. Yo he captado sus emociones, he atraído sus miradas y doy cobijo y sentido a cuanto han visto. Yo soy quien circula por los canales, quien alivia su sed, quien revierte el desierto y convierte en playa a la arena por la que iniciaron la ruta y por la que han de volver. Yo soy quien acoge sus baños y sus juegos. Y he de deciros que yo, agua, me he quedado con un poco de ellos. Si conocéis los trabajos de Masaru Emoto, estaréis conmigo en que las gotas de agua de las zonas por las que pasaron hubieran cristalizado en perfectas estrellas.
Yo el agua, la del mar, les esperé en la orilla cuando fueron a bañarse. Yo soy quien alumbró el rumor y el batir de las olas.
Y yo, el agua, puse el mejor de los trajes a los campos cuando ya con las bicis y los equipajes cargados, con los estómagos satisfechos con la paella de fin de fiesta, emprendieron viaje de regreso a casa mientras todas las especies de la laguna les salían a despedir. Una garza real agitó las largas plumas de su cabeza en medio de un sembrado, y cuando un martín pescador alzó su vuelo, yo, en señal de despedida, alcé el vuelo con él y me deshice en minúsculas gotas que brillaron al sol de la tarde.