Alfonso Ballestín Miguel. Magistrado Presidente de la Audiencia Provincial de Zaragoza.
Acaba de imponerse en Aragón, por primera vez, en el caso del asesinato de la niña Naiara, la pena de prisión permanente revisable. En España, la introducción en el Código Penal de esta pena se produce en el año 2015, tras la aprobación de la Ley Orgánica 1/2015, lo cual fue posible porque en aquel momento tenía el Partido Popular la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, pues en otro caso no se habría aprobado, dado que sus parlamentarios se quedaron solos en la votación. Todos los demás partidos presentes en la Cámara votaron en contra y criticaron la ley con dureza, al considerarla regresiva y contraria a la Constitución, interponiendo seguidamente, en coherencia con ello, el correspondiente recurso de inconstitucionalidad. Recurso que, por cierto, todavía no se ha resuelto, tras cinco años de vigencia de la reforma.
Aunque esa sea su denominación –“prisión permanente revisable”–, estamos realmente ante una cadena perpetua encubierta, a la que se añade el apellido «revisable» para darle apariencia de constitucionalidad, pues así, pensaron sus promotores, se encaja la finalidad de reinserción que todas las penas privativas de libertad deben tener, utilizando el argumento de que no tiene que durar toda la vida, al quedar abierta la puerta a la posibilidad de que, una vez cumplida una parte importante de la pena, deje de ser permanente o perpetua.
Esta pena la justifican sus defensores, en primer lugar, por la finalidad de prevención general que tiene el Derecho penal, esto es, por la influencia que las penas deben tener en los ciudadanos para que se abstengan de cometer delitos, por miedo al castigo. Sin embargo, ello no se sostiene si tenemos en cuenta que la dureza de las penas no siempre genera una disminución de los delitos, tal como ha quedado empíricamente demostrado en el tiempo con estadísticas totalmente fiables.
Como ejemplo, podemos referirnos a la aplicación de la pena más grave imaginable: la de muerte. Resulta que cuando en países como Canadá, Inglaterra, Alemania, Austria o algunos Estados federados de U.S.A. se suprimió la pena capital, no solo no aumentó la comisión de los delitos para los que había estado vigente con anterioridad, sino que disminuyó o, al menos, no se notó influencia negativa alguna en la prevención general respecto de los mismos.
«Estamos realmente ante una cadena perpetua encubierta»
Un segundo argumento de la prisión perpetua lo encuentran sus defensores en el hecho de que ya esté instaurada en otros sistemas de nuestro entorno. Y es cierto, algunos países europeos la tienen en su catálogo de penas, pero también lo es que la información, así trasmitida, no queda completa si no se añade que en todos ellos se regula de una forma mucho menos dura. Lo que no dicen los que están a favor de esta clase de penas es que, en España, la posible “revisión” de la prisión permanente se ha fijado, según la gravedad del delito al que se aplica, en 25 o, en su caso, 35 años, mientras que en esos otros países en los que está implantada se reducen ostensiblemente los plazos -por ejemplo, 7 años en Irlanda, 10 en Suecia, Suiza y Mónaco, 12 en Dinamarca, Finlandia y Chipre, 15 en Austria y Alemania, o 18 en Francia-.
Una vez más hemos vuelto a ser campeones en esa búsqueda de la dureza extrema con que ya desde la vigencia del Código Penal de 1995 (el comúnmente denominado Código Penal de la democracia) venimos afrontando las sucesivas reformas penales, despreciando, incluso, el criterio del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, según el cual cualquier revisión en esta pena tendría que llevarse a cabo, como muy tarde, en el entorno de los 25 años de cumplimiento, pues en otro caso se vulneraría la prohibición de penas inhumanas a que alude el artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Así pues, poniendo el ejemplo comparativo con esos países de nuestro entorno, sus defensores hacen gala, en definitiva, de un cierto cinismo argumental, pues en ninguno de ellos se establecen plazos tan largos como en el nuestro, en el que, desde luego, esta duración se aleja de los predicados de reeducación y reinserción social recogidos en el artículo 25.2 de nuestra Carta Magna.
Ahora que está siendo tan habitual por parte de los políticos de todas las ideologías exigir el cumplimiento de la Constitución, habría que recordarles, especialmente a esos que andan obsesionados con el endurecimiento de las penas como única forma de combatir la delincuencia, lo que ese artículo 25.2 de dicha Carta Magna establece sobre la finalidad de las penas privativas de libertad, cuando dispone que «estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social».
Cualquiera que sea su interpretación, lo que no cabe cuestionar es que esta finalidad definida constitucionalmente es incompatible con las penas desproporcionadas o excesivamente duras, como claramente lo es la prisión permanente, tal como mayoritariamente nos indican los expertos en la materia, y es por ello que habría que repensar la oportunidad de su permanencia en nuestro sistema penal, pues mientras esté vigente se seguirán generando dificultades prácticamente insalvables en la aplicación de programas de reinserción a los penados que la tienen que cumplir y se impedirá, por tanto, la efectividad de esa finalidad constitucional.
«Lo que se busca con estas reformas
penales es rédito político»
Constituye motivo de gran preocupación la actitud de esos políticos que buscaron –y siguen buscando mediante propuestas de ampliación de los tipos penales a los que se debería aplicar– réditos electorales con la implantación de esta clase de penas, sobre todo porque son los mismos que acostumbran a erigirse en defensores del constitucionalismo como seña de identidad, aun cuando, a la vez, desprecien con sus iniciativas legislativas determinados preceptos de esa Constitución que proclaman defender, como es el caso del artículo 25 de anterior mención, sobre el que no solo no muestran disposición para que se desarrolle su contenido mediante la correspondiente legislación ordinaria, sino que no pierden ocasión alguna en obstaculizar su efectividad con reformas como esta que introdujo la prisión perpetua.
Como digo, lo que se busca con estas reformas penales es rédito político, y lo consiguen, ciertamente, sus promotores, pues lo que hacen realmente es recoger el clamor de la calle, donde la «mano dura», como principio de política criminal, suele ganar siempre. Ahí están las encuestas para corroborarlo. Concretamente, en una publicada en el periódico El Mundo en enero del año pasado, cuando la recogida de firmas para que no se derogara la prisión permanente revisable se aproximaba a la cifra de tres millones, el resultado fue que un 63% de los ciudadanos estaba en esa línea de la no derogación, porcentaje que, además, provenía de una especie de consenso de los votantes de todos los partidos. Si, lamentablemente, incluidos los votantes de todas aquellas formaciones políticas que votaron en contra de la reforma cuando fue aprobada en marzo de 2015.
En fin, es lo que hay, y dese luego no debería sorprendernos la sintonía en esta materia entre esos políticos y el clamor popular, sobre todo porque el desconocimiento o la desinformación de que es objeto el común de los ciudadanos sobre la justicia penal les lleva a una percepción totalmente distorsionada de la misma. Reflejo de ello es que, cuando se sale a la calle o se entra en redes sociales, los comentarios más escuchados o leídos son los referidos a que «la justicia no funciona», al deseo de «que se pudran en la cárcel», a la proclama del «ya les daría yo, si me dejaran» y lindezas similares, sin tener en cuenta, porque no lo saben, o no quieren saberlo, que en España, siendo un país con una tasa de criminalidad muy inferior a la media, incluso a la de países considerados muy seguros, como Suecia, Dinamarca o Finlandia, tenemos un Código Penal de los más severos, lo que genera, por tal motivo, una mayor tasa de población reclusa y, correlativamente, mayores dificultades para el éxito de programas de reinserción aplicables a los penados.
Relacionado con ello, y volviendo a la introducción de la prisión permanente o perpetua en nuestro elenco de penas, no deja de ser preocupante que fuera un grupo de presión de la calle, encabezado por los padres de víctimas de crímenes, ciertamente execrables, el que consiguiera que el partido político que entonces, en el año 2015, tenía la mayoría absoluta de implantación en el Congreso, introdujera esta pena en el Código Penal. Es comprensible la actitud de esos padres, ante la gran tragedia por la que habían pasado, pero de ahí a postularse a su lado para orientar en un sentido determinado la política criminal de nuestro país, introduciendo una pena como esta, tan dura como innecesaria, hay todo un trecho.
Hemos de seguir insistiendo en la incompatibilidad de la prisión permanente con el mandato de resocialización que nuestra Constitución prevé para las penas privativas de libertad, y es por ello que, si realmente nos preocupa una adecuada e integral respuesta al problema de la criminalidad, habremos de meditar sobre el sistema de penas que lo haga posible a partir de una premisa elemental, concretamente la de que si todo es castigo, nada es reinserción, premisa a la que necesariamente seguirán preguntas tales como ¿realmente es el castigo lo único que debe preocuparnos?, o ¿es esto lo que queremos?
Meditemos, como digo, seriamente sobre ello, porque si llegamos al convencimiento de que así debe ser y que el castigo es la única solución que proponemos para afrontar el problema de la delincuencia, habremos de ser igualmente conscientes de que un posicionamiento en tal sentido implica, además de una regresión a tiempos pasados, una respuesta punitiva de venganza, más que de justicia, lo cual es claramente incompatible con ese mandato constitucional de anterior mención, inspirado, como es sabido, en el sistema penal moderno y humanista que desde la época de la Ilustración venimos conformando, en el que prevalecen principios fundamentales tales como la finalidad preventiva de la pena y la reinserción social del delincuente.