La ciudad del viento

Miguel Ángel Aragüés.

Me piden Mabel Toral y Cristina Charlez unas líneas sobre mi último libro, que se acaba de publicar en plena pandemia y que está dedicado a Zaragoza, y con mucho gusto acepto la propuesta, aunque ese de “unas líneas” no deje de ser una provocación para un escribidor. Hablaré, pues, de “Zaragoza. La ciudad del viento”. Y si con ello consigo, no tanto despertar el interés por leer el libro, que por supuesto lo tengo, sino despertar el interés por conocer, en el pleno sentido de la palabra, la ciudad, me daré por más que satisfecho.

Pero vayan antes unas advertencias sobre el libro.

No fue mía la idea de escribirlo, sino de la Editorial Tirant, en la que he publicado un par de libros de Derecho, que me lo propuso para su colección “Humanidades”. Dije que no, que no me veía yo en ese trance, consciente de que hay muchas y sabias personas que saben de Zaragoza mucho más que quien suscribe. Pero insistieron y fueron concretando lo que querían, hasta que llegó mi jubilación, y entonces, libre ya de otros quehaceres, acepté el reto y empezó entonces la dura tarea de cómo darle forma. Mi excusa para tanto atrevimiento no siendo natural de la ciudad por nacimiento, es el serlo por decisión, haber vivido en ella los largos setenta años de mi vida, haberla pateado en todas direcciones hasta aprender a amarla incluso en sus contradicciones, que no son pocas, y haber conocido y vivido en ella todo cuanto merece la pena vivir.

Confieso que a la hora de orientar el texto, inicialmente pensé en la gente de fuera, en quienes nos visitan, o deberían hacerlo, pero a medida que fui avanzando en su escritura me fui dando cuenta de que lo que contaba podía ser del interés de los zaragozanos, tanto o más que de los forasteros. Porque si éstos no conocen la ciudad porque no viven en ella o vienen como quien dice de paso, aquellos, los zaragozanos, no la conocen porque a fuerza de vivir en ella, de sabérsela de memoria, no la ven. El que la entrega del original viniera a coincidir con la pandemia que nos asola me confirmó en esta idea, ya que podía ayudar a ver, a conocer en su esencia nuestra ciudad, incluso desde un sillón en medio del confinamiento.

Ese es el motivo, y vamos ya a la cuestión, de que el libro tenga una primera parte histórica, aunque no es un libro de historia, que no se me enfaden los historiadores. Simplemente se trataba de dar al lector unas pinceladas sobre el transcurrir histórico de las calles y casas que está pisando o leyendo. Porque Zaragoza no tendrá la magnificencia de Toledo o Granada, ni el color de Sevilla o San Sebastián, ni el poder de Madrid o Barcelona, pero Zaragoza, además de anterior a todas o casi todas ellas, es, y ha sido, algo más que un importante nudo de comunicaciones por el que pasa el Ebro y en el que se encuentra la Basílica del Pilar. Zaragoza es y ha sido muchas cosas. Muchas más de las que quien nos visita y muchos de quienes en ella viven se pueden imaginar. Y conocerlas pienso que es esencial para extraer toda la sustancia al pasear por sus calles. Calles que fueron íberas, luego romanas, más tarde visigodas, y musulmanas después, durante cuatrocientos años, que se dice pronto, antes de empezar a configurarse en la que acabaría siendo la ciudad actual

Por eso, sabiendo ya que terreno pisamos, la segunda parte del libro está dedicada a recorrer ese terreno, a proponer un itinerario por la ciudad. Pero es necesario advertir que no es un itinerario exhaustivo ni único.

No es exhaustivo, porque al partir de esa idea que antes comentaba de hacer un libro útil para quienes nos visitan, o para que lo hagan, he tenido en cuenta que la visita media a nuestra ciudad es de dos días. La gente viene a Zaragoza aprovechando un fin de semana o un puente y la buena comunicación con Madrid, Barcelona, Valencia o Bilbao pero no suele estar aquí más de dos días. De ahí que el itinerario propuesto tenga en cuenta esa limitación. Dos días. Todo lo más tres o cuatro si el puente se alarga. Tiempo insuficiente para ver y conocer en profundidad todo lo que la ciudad ofrece.

Y tampoco es único, porque seguro que cada uno de los zaragozanos que lean el libro podría proponer itinerarios alternativos. Aquí, reconozco que ha sido determinante la experiencia del escribidor y sobre todo la labor de guía de una pareja de belgas que nos visitaron hace unos años, a los que quise mostrarles, orgulloso, nuestra ciudad, para lo cual tuve muy en cuenta la condición de arquitecto de él.

Finalizados los itinerarios propuestos, o mejor como complemento a los mismos, quise enriquecer el libro con dos visiones específicas, que ahondaran en esa visión histórica y actual de la ciudad. Para ello pedí ayuda a mis hijos y les propuse escribir un capítulo cada uno. Me dijeron que sí, aunque un tanto a regañadientes, que no es lo suyo escribir ni andan sobrados de tiempo, pero ya se sabe que a un padre no se le puede decir que no así como así. Uno de ellos, realizador de cine, me ayudó a mostrar al lector la vieja y profunda conexión que existe entre Zaragoza y el cine. El otro, músico y buen conocedor de los muchos lugares de esta ciudad donde se puede comer y beber bien, diseñó posibles itinerarios gastronómicos a pie de barra para visitantes y nativos.

Y no podía finalizar el libro sin una reflexión final, pues Zaragoza ha sido y es, tiene pasado y presente, pero también puede ser, esto es, tiene un futuro, o varios, según abordemos ese futuro. Epílogo netamente subjetivo y personal, he de reconocerlo, que no es necesario compartir, pues a quienes nos visitan el futuro de la ciudad puede despertarles todo lo más cierta curiosidad, o no, y a los nativos poco habrá que decirles al respecto, que ya tendrán, o eso espero al menos, su idea personal.

Llegamos así al final, que tampoco se trata de aburrir ni de abusar del lector. Se trataba de provocar el interés por la lectura, de incitar a conocer Zaragoza y, si parece bien, hacerlo a través de mi libro. Si lo primero lo he conseguido, estupendo. Si también lo segundo, maravilloso. Y si encima ello se consigue leyendo mi libro, pues miel sobre hojuelas, que a nadie le amarga un dulce, ni a un escribidor un lector.