Felipe Zazurca. Fiscal Jefe de Zaragoza de la audiencia.
Reelaboración de viejos post de mi blog.
El gran actor británico Alec Guinness cuenta en sus memorias una anécdota personal ocurrida en Londres en tiempos de la 2ª Guerra Mundial. Guiness se había incorporado como marinero a la armada británica y al poco tiempo fue ascendido a oficial. El actor reconoce que nunca se consideró una persona especialmente capacitada para la milicia, aunque parece ser que también tenía sus debilidades y en algún momento se le subieron los galones a la cabeza. De esta manera, en una ocasión en la que acudió vestido con su flamante uniforme a una sesión de la ópera, al ver un buen número de damas de todas las edades que iban ocupando sus asientos, le dio por pensar que en ese momento él debía, a la fuerza, llamar la atención y ser la envidia de madres e hijas en cuanto unas desearían casar a sus primogénitas con un joven como él y otras ser galanteadas por un oficial de marina. Metido de lleno en estas disquisiciones vio como una señora de edad se dirigía a él y enseñándole su entrada le solicitaba que le indicara dónde se encontraba su asiento y le acompañara hasta él. Con este sencillo error de la mujer -una auténtica «plancha»- Alec Guinness se cayó del «guindo», aterrizó en el suelo y comprendió que de vez en cuando la providencia te ayuda a despejar vanidades: la buena señora le había puesto, inocentemente, en su sitio.
El actor británico Alec Guinness en múltiples papeles
A las personas nos pasa en ocasiones lo mismo que al oscarizado protagonista de inolvidables películas como «El puente sobre el río Kwai» , «El quinteto de la muerte», «Lawrence de Arabia», «Doctor Zhivago», «Cromwell» o «Star wars», nos creemos importantes, nos deslumbramos a nosotros mismos por unos méritos, prebendas o títulos que seguramente hemos magnificado y acabamos cayendo en la cuenta de que lo que hagamos, pensemos o aparentemos importa bastante poco a la mayoría de mortales que nos rodean y, en cualquier caso, lo valoran de manera bien distinta a la nuestra.
Frente a estas ridículas actitudes existen dos peligros: la ceguera que nos puede llevar a no ser conscientes de nuestra fatuidad y el que, precisamente por caer en aquélla, vivamos en un mundo, aislado y ajeno a la realidad, creado por nosotros y que viaja en dirección distinta y distante al del resto de humanos, tanto que no se cruzan nunca.
En cualquier caso, al final siempre es la vida la que nos acaba poniendo en nuestro sitio. Conforme pasan los años, si no te has convertido en una especie de monstruito ególatra –hay que ser muy tonto para esto, pero a veces ocurre– acabas comprobando que los uniformes, las medallas, las pompas y los tratamientos son efímeros, temporales, de escaso peso, … pura chatarra … y terminas siendo consciente de tu verdadero papel en la vida y en la tierra, cuya relevancia no depende de los galones que ostentes o hayas ostentado.