En tiempos donde reina la hegemonía de la tecnología y los medios electrónicos priman la inmediatez, la acción-reacción, la rapidez de los 280 caracteres y la exposición que confieren las redes sociales, las cartas manuscritas suponen el último reducto de una época. No solo van a un ritmo lento y silencioso, sino que requieren la concurrencia de varios intermediarios para que lleguen a su destino. Y así como el timbre de la voz es genuino, también la escritura es un acto exclusivo de cada individuo.
Sin ánimo de ser exhaustiva, labor de la que daría buena cuenta una pericial grafológica (o grafopatológica), en lo concerniente a la psicología criminal, hay elementos de la escritura que ayudan a desvelar el fuero interno del preso, sus rasgos de personalidad e, incluso, su intencionalidad:
Parámetros como el orden de las líneas, la distribución de espacios (una distribución desigual evidencia falta de control e impulsividad) o los espacios en blanco (refieren ansiedad e incertidumbre), los márgenes (el izquierdo, influencia del pasado o traumas vividos; y el derecho, la proyección hacia el futuro), la dimensión de las letras (tamaño grande denota sentimiento de inferioridad), o el espacio entre ellas (la importancia de lo externo respecto al propio bienestar), la forma, inclinación, direccionalidad o presión con que se ha escrito, permiten dibujar un perfil psicológico con implicaciones jurídicas, más allá de lo que sustentan sus palabras y sus propios actos.