Una biografía imaginada: Marco Valerio Marcial

Carlos de Francia Blazquez. Abogado

Para quienes han nacido a orillas del rio Jalón y sentido por tanto la placentera brisa del Monte Cayo (Moncayo), la figura de Marcial es preeminente sobre todo en el ámbito literario, incluidas sus procacidades, a través de las cuales, como uno de los primeros cronistas de la historia, desvela los vicios y corrupción de la aristocracia romana, mediante sus epigramas, a veces eróticos pero siempre caústicos y plenos de gracejo. 

Como acertadamente se ha dicho, no existen datos objetivos suficientes para determinar el desarrollo vital de este personaje, a salvo los escasos extremos geográficos y cronológicos indiscutibles: hispano-romano de raíz celtibera, nacido en Bilbilis Augusta (Calatayud) hacia el año cuarenta, cuando el Cesar Calígula , y fallecido hacia el año ciento cuatro, cuando el Cesar Trajano, llegado a Roma en vida de Nerón y vuelto a su ciudad natal de Hispania protegido por una viuda rica llamada Marcela.

No obstante, el contenido de sus epigramas suministran indicios de los que cabe deducir, con mayor e menor fantasía, su biografía, que siempre estará impregnada de la impresión subjetiva de su autor.

En las Memorias del escritor francés Julio Janin, se relata la mísera situación vital por la que hubo de atravesar Marcial al llegar a Roma. Cómo para sobrevivir, el epigramista hubo de integrarse en la clientela de subalternos de la Corte, con la obligación de adular a senadores y patricios para recoger la esportula (cestita de alimentos) y acceder a las sobras de los banquetes; cómo se veía obligado a veces a ayunar en su modesto apartamento, después de haber atravesado el Tiber y vagado en vano por los Comicios, el templo de Isis, el jardín de Pompeya y los bosques de Fortunato, en medio de las tinieblas hasta la extenuación.

Conforme a esta biografía, Marcial formaba parte de la cohorte de parásitos aduladores, generalmente poetas y voceros de la leyes, que por necesidad ofrecían el elogio inmerecido a cambio de ocupar un mezquino taburete o comer en el suelo del atrio , mientras el tribuno lo hacía reclinado en su lecho de marfil. Concluye que estos clientes eran más desgraciados que los siervos, pues no tenían comida, ni un baño para asearse, ni amigos en quienes confiar, ni una mujer a la que amar.

Mas la oportunidad del presente articulo se debe a mi lectura del libro titulado EL INFINITO EN UN JUNCO, por el que su autora, Irene Vallejo, ha obtenido recientemente el premio nacional de ensayo 2020. Esta obra contiene varios pasajes, como retazos de lo que intuye fue la estancia en Roma de Marcial, en quien se inspiró según reconoce en una entrevista.

Coincide sustancialmente Irene Vallejo con el francés Janin en las tribulaciones y miserias soportadas por Marcial durante los años que permaneció en Roma, escribiendo poemas y haciendo de gracioso en las fiestas de los nobles a cambio de la esportula, pero se explaya en un aspecto concreto cual es el regreso de vate a su querida Hispania. También como dato biográfico, aparece desembarcando en Tarraco, emprendiendo el camino hacia su ciudad natal, atravesando las murallas de Cesaraugusta, visitando las termas y deambulando por sus calles, para iniciar de nuevo la marcha hacia Bilbilis; y cómo al acercarse a su destino contempla ensimismado el contorno del Monte Cayo, revive los recuerdos de su infancia y más adelante va reconociendo el paisaje, el meandro del rio, el cerro de Bambola, las encinas, las minas de hierro…

Sierra del Moncayo

Diseminada sobre las faldas del monte, Bilbilis de sus primeras andanzas y sus tempranos sueños permanece ahí. Y allí le espera una viuda rica y noble, admiradora de sus versos, quien le donará una finca con prado, jardines y estanque. Gracias a esta mujer, Marcela, su mecenas y última compañera de mesa y lecho, dejará atrás la miseria. Con el estómago lleno y el vientre satisfecho dejará de escribir, pero pronto comenzará la añoranza de las reuniones, los teatros, las bibliotecas y el bullicio de la ciudad Imperial.

Entiendo yo que Irene Vallejo pretende poner de manifiesto, con leguaje y estilo notoriamente brillante, la importancia histórica y el testimonio universal de Marcial, como antecedente del cronista de hoy quien, al igual que entonces, por una parte precisa de la adulación como necesidad de subsistencia, y por otra se expone a la actitud vengativa de quien en cada momento ostenta el poder.

El valor del epigramista, a pesar de la claudicación inevitable que pudo tener para seguir comiendo, radica en que con frecuencia se revela y saca a la palestra los vicios, contradicciones y debilidades de los poderosos, exponiéndose a la persecución y al descrédito inducido. Y lo hace no solo por vocación crítica irrefrenable, sino también porque lo considera más beneficioso para su fama y peculio.

Corroboran lo anterior los dos epigramas que, a titulo de ejemplo, transcribimos seguidamente:

Al limitarse a escribir epigramas amables
y más candidos que una piel blanqueada
y sin que en ellos un gramo de sal ni una gota de hiel amarga
haya, ¡insensato! ¿pretendes encima que los lean?

Nos recuerda la experiencia generalizada del morbo en la noticia como medio para obtener mayor difusión

Otras veces –insistimos– después de advertirnos que “lascivos son mis cantares pero honrada mi vida” con la intención de que no se establezca ningún género de identidad entre sus poemas y su proceder, lanza auténticos epigramas eróticos, algunos realmente escabrosos, que ponen en evidencia la depravación de los personajes relevantes e influyentes de la sociedad romana. Y así:

A Flaco
No quiero Flaco que mi amante sea una mujer excesivamente delgada a quien mis anillos puedan servir de pulsera, que hunda la cama con su descarnado cuerpo, que me apuñale con sus rodillas, que tenga por espaldas una sierra y por trasero dos puntas de venablo; mas tampoco me place, Flaco, una mujer de muchas libras: amo la carne, no la grasa.

Imaginemos cómo hubieran atacado hoy al pillo de Marcial las numerosas Asociaciones feministas y los Departamentos de igualación y desagravios de la mujer. Y con razón. Pero, naturalmente, la razón de ahora no es la misma que la razón dominante en la Romo Imperial.

Volviendo al episodio de su regreso a Hispania, no existe la menor duda de que Bilbilis le acogió con afecto, logrando que gradualmente retornara a las costumbres aldeanas. Alejado de sus anteriores vigilias, dormía plácidamente al menos durante diez horas, acercándose después al amor de la lumbre, en el lugar en que ardían los olorosos troncos de encina y donde su amada había colocado las marmitas llenas de sabrosas viandas.

Luego, el paseo entre los árboles del huerto, con sus emparrados y el leve rumor del arroyuelo que lamia el muro de la torre alba en la que se alojaban las palomas. Y como divina envoltura, la grácil presencia y cálida sonrisa de Marcela.

En este ambiente confortable, Marcial recordaba con nitidez aquella noche en casa del viejo sanador romano Escévola, quien lo había contratado para entretener a sus invitados con sus poemitas y sus geniales improvisaciones. Fue allí, mientras hacia de bufón poético, donde conoció a Marcela, nacida también a orillas del Jalón rumoroso.

Al día siguiente de la fiesta, ella le manifestó abiertamente que le amaba y amaba su poesía, diciéndole también que había perdido lo mejor de su vida entre adulaciones y enervantes placeres, malgastando su ingenio. Pues bien –continuó– yo vengo ahora a redimirte como Corina redimió a Ovidio; ven Marcial, seré tu esposa, ven a Bilbilis conmigo.

Tras una leve vacilación, Marcial aceptó la mano que le brindaba Marcela, a la que contestó: si querida, serás mi mujer.

Antes de abandonar Roma, el epigramista se despidió de sus amigos y recorrió por última vez los lugares en los que fue acogido cliente, los lugares en los que nunca le abrieron las puertas, y aquellos que eran testigos mudos de sus locuras, placeres y amarguras.

En Bilbilis vivió pacífica y serenamente, viendo como danzaban las llamas de su cálido hogar y refrescando en verano su cuerpo en el discreto álveo del Jalón.

Con el vecino sencillo y leal, con el cazador que pasa soñando sus proezas cinegéticas, que le brindaban su inestimable ayuda y amistad, Marcial se distraía jubiloso durante horas, hablando y bebiendo.

A los vagos, a los viciosos y a los ricos insolentes les solía poner mala cara. El potentado imbécil, el pegajoso inoportuno, el sonriente puerco, el falso limosnero, rehuían su trato. Y su mujer le amaba, le admiraba y escuchaba atenta sus versos.

Sin embargo, él mismo confesó que tanta paz y tranquilidad le estaba resultando pesada, y añoró la Roma remota : sus antiguas miserias de poeta ambulante, los teatros, las bibliotecas, los banquetes, las termas, los pórticos, el Capitolio.

Pero nadie ni nunca ha podido saber con suficiente certeza si Marco Valerio Marcial permaneció en Bilbilis hasta su muerte o regresó a su añorada Roma. La fecha de su fallecimiento, en cambio, nos es conocida porque la proporciona una carta de su amigo Plinio El Joven fechada en los años 103 o 104 dc., cuyo texto reza:

Oigo que ha muerto Marcial y me entristezco. Era persona ingeniosa, aguda, afilada, el que más sal y más hiel –sin dejar de lado el candor– ponía al escribir. Al marcharse le ofrecí mi apoyo en forma de dinero para el viaje: lo di por amistad; lo di por los versillos que compuso en mi honor.