Carlos de Francia Blazquez.
Hay una evidencia histórica, conforme a la cual los reconquistadores aprovecharon la organización socio-religiosa morisca de la aljama y las mezquitas para la implantación de las parroquias y de las iglesias cristianas. Según la tesis más verosímil entre las existentes, de la reunión de parroquianos en asamblea para decidir los asuntos comunes nació el municipio, constituyendo aquéllas la base del futuro Ayuntamiento.
La Iglesia, en cuanto integraba la unidad política y religiosa en la Edad Media, proporcionó sus edificaciones de culto que servían no solo a los fines sagrados, sino también como lugares de reunión y “colegios electorales“. A la sombra de las torres y los muros de las iglesias, con el auxilio del tañer de las campanas, se concitaban los habitantes y se concertaban los acontecimientos.
Cada parroquia elegía su representante o jurado quienes, reunidos, regían la ciudad. Quince eran las parroquias en Zaragoza: San Salvador (La Seo), Santa María la Mayor (El Pilar), San Felipe, San Pablo, La Magdalena, Santa Cruz, San Juan del Puente, San Gil, Santiago, San Lorenzo, San Juan el Viejo, San Pedro, San Andrés, San Nicolás y San Miguel. En cambio, solo se designaban doce jurados, porque las seis parroquias menos pobladas elegían entre ellas únicamente tres.
Desde el año 1147 en que Ramón Berenguer concedió la carta de colonización a Zaragoza, y aun antes si nos atenemos a la organización menos explícita surgida de la conquista de la ciudad por Alfonso I, el Concejo se regía autónomamente. Con el advenimiento de Jaime I, se cambia el modo de elegir jurados, pues ya no los designan los parroquianos directamente sino que los nombran los jurados salientes, aunque –eso sí– entre las personas pertenecientes a la misma parroquia.
Los jurados, que en su conjunto formaban el Concejo, tenían a su cargo el mantenimiento del orden público –con la facultad de prender a los delincuentes y ponerlos a disposición del Zalmedina– el cuidado de lo relativo a la higiene y salubridad, inspeccionando botigas y subsistencias, ocupándose también de lo concerniente a la instrucción.
Pero resulta curioso que los asuntos relativos a las construcciones y ornato público –lo que hoy podríamos denominar cuestiones de urbanismo– estuviesen reservadas al monarca hasta tiempo de Carlos I, lo que hoy cabría considerar como un aviso histórico y providencial antecedente en un campo jurídico que, corriendo los siglos, ha devenido fuente de trapicheos, cambios inesperados o caprichosos del destino jurídico de los inmuebles y, en definitiva –hablamos ahora en general, pensando en ámbitos más extensos que nuestro municipio– de corrupción.
Los Jurados de entonces, en las ciudades más importantes, estaban retribuidos (1000 sueldos en la época de Juan I, 1500 sueldos después y hasta 4500 sueldos en el siglo XVI). Además, en estas épocas, se les proporcionaba también gramallas o abrigos de terciopelo rojo en invierno y de damasco carmesí en verano, sobre las que debían lucir una chia o banda roja; gramallas que se cortaban en la Casa Consistorial y cuyas telas, todas de primera calidad, eran guardadas por el Secretario. El Concejo lo pagaba todo.
No debería pues extrañarnos que determinados afeites y productos de higiene y perfeccionamiento de la imagen física, sean en los tiempos que corren cargados a las arcas municipales en pro de un mejor y reluciente aspecto apropiado a la categoría social y política de los munícipes.
Los Jurados tenían prohibido ausentarse de la ciudad sin permiso, recibir regalos, tomar parte en las subastas y negocios próximos a la hacienda del Concejo, estando sujetos a denuncias ante el Zalmedina, quien tenía facultades para suspenderlos en sus actividades.
En este punto, me parece oportuno recomendar al lector que obtenga y lea (en edición facsímil, única posible) el tratado titulado “Rubicario y Repertorio de los Estatutos y Ordinaciones de la cesárea e ínclita ciudad de Zaragoza, muy útil y necesario a los Regidores, Oficiales y ciudadanos de aquélla, para el buen gobierno“, editado en esta ciudad y casa de Pedro Bernuz, año MDXLVIII.
Una nueva fase municipal se abre con los Reyes Católicos quienes, en Ordenamiento de las Cortes de Toledo de 1480, mandan que todas las ciudades y villas donde los Concejos no tuvieran edificio propio, procedieran a su construcción en el término de dos años.
Por lo que se refiere a Zaragoza, ya no se celebrarían las reuniones en la iglesia de Sta. María la Mayor ni en la tribuna levantada al efecto en la calle Forment ni en la antigua iglesia de Santiago (situada en el último tramo de lo que hoy es calle de Don Jaime), como se venía haciendo al menos desde el siglo XIII, sino en su exclusivo y primer emplazamiento conocido como la Casa del Puente, llamada así por su proximidad al Puente de Piedra. Allí terminaba Zaragoza por ese lado, cerrada por la Puerta del Angel, una de las cuatro que limitaban su contorno (las otras tres: Cinegia, en el Coso, Toledo en la calle Manifestación, y Valencia en la plaza de la Magdalena).
En la Casa del puente estuvo pues ubicada la primera Casa Consistorial de Zaragoza. En los años 1808-1809 resultó muy deteriorada y, a pesar de los esfuerzos que se llevaron a cabo para reparar el edificio, éste no quedó en las debidas condiciones. A pesar de todo, mal o bien la Casa del Puente conservó su cualidad de sede del Consistorio zaragozano hasta que en 1912 surge la alarma de que la Casa se hunde.
No faltaron ofrecimientos para solucionar el problema provisionalmente, entre ellos: el del Rector de la Universidad Sr. Giménez Soler para ocupar las instalaciones de la plaza de la Magdalena; la del Sr. Palomar, de los bajos de la casa que tenía entre las plazas del Pilar y de Huesca; y el del Sr. Paraíso que, en nombre de la Cámara de Comercio, ponía a disposición el pabellón del gran casino de la Exposición Hispano-Francesa de 1908. Todos ellos fueron desestimados.
En cambio, se acordó trasladar la sede municipal al edificio construido en la plaza de Sto. Domingo sobre el solar del antiguo convento de los dominicos. Este edificio había sido levantado, siendo alcalde Simón Sainz de Varanda en los años 1888/1890 para albergar uno de los cuatro colegios preparatorios militares; pero al ser abolidos dichos centros docentes en 1892, el inmueble quedó libre, destinándose a Museo Provincial hasta el año 1912, fecha esta última en que pasó a ser Casa Consistorial, no sin las críticas de las gentes y de la Prensa para quienes “el nuevo Ayuntamiento se encontraba un poco más aquí que el desierto del Sahara, y su salón de sesiones era como un circo en miniatura o una plazica de toros con sus minúsculos burladeros y meseta de toriles …”
La verdad es que, en la Zaragoza de entonces, la plaza de Sto. Domingo se consideraba muy distante del centro de la ciudad, hasta el punto de que para aliviar la distancia se construyó la línea de tranvía nº 7 (Ayuntamiento-Portillo) que entró en funcionamiento en diciembre de 1925.
Tras numerosos avatares, con proyectos adoptados y posteriormente desestimados en distintos emplazamientos, llegó la fecha del 6 de Marzo de 1940 en que se adoptó por unanimidad el acuerdo de construir una nueva Casa Consistorial entre la Basílica del Pilar y la Lonja. El proyecto arquitectónico fue aprobado en marzo de 1944 y las obras comenzaron en febrero de 1946. Y por fin, en el año 1965 – diecinueve años más tarde – la nueva Casa Consistorial levantada en el nº 18 de la Plaza del Pilar, abrió sus puertas siendo alcalde Luis Gomez Laguna.
En los tiempos presentes, aproximadamente veinte años después, no tenemos una sino dos Casas Consistoriales, bicefalia sorprendente que, en gran medida, aleja al ciudadano de su Concejo, haciendo preciso un medio de transporte público específico hasta el antiguo Seminario, algo similar a lo que ocurrió cuando la segunda Casa estuvo ubicada en la plaza de Sto. Domingo, en la Zaragoza finisecular, y hubo de construirse una línea propia de tranvía.